domingo, 25 de abril de 2010

"Un árbol crece en Brooklyn"



Un libro conmovedor sobre los dolores y el sueño americanos, escrito hace más de medio siglo por Betty Smith, una autora que Lumen ha hecho muy bien en rescatar.


Frances Nolan, la protagonista, es una chiquilla que malvive en Brooklyn con su familia pobre, digna y muy original. Frances crece integrada en su barrio, pero disfruta con novelas que proyectan su vida más allá de la mediocre realidad diaria. Todos los protagonistas, con sus virtudes y defectos, despiertan el interés y la sonrisa del lector. Drámatica y simpática a partes iguales, la novela refleja a la perfección la vida y los sueños de miles de inmigrantes que sobrevivían a duras penas en la Nueva York de comienzos del XX.


Publicada en 1943, Un árbol crece en Brooklyn ganó el prestigioso Pulitzer, tuvo un éxito extraordinario, se convirtió en musical unos años más tarde y el director Elia Kazan escogió la historia para su primera película (en España traducida como Lazos humanos). Betty Smith (1896-1972), hija de inmigrantes alemanes, nació en Brooklyn y siempre puntualizó que la novela no era autobiográfica, sino la historia que a ella le hubiera gustado vivir.

sábado, 17 de abril de 2010

"La carretera"


The road es una extraordinaria novela llevada a la gran pantalla. Todavía no he visto la película, pero la crítica de Ana Sánchez de la Nieta me dice que es de visión obligada. Reconoce que es incómoda y desgarrada, dura como el texto de Cormac McCarthy, pero añade un motivo de peso: es de esas películas -pocas- que enseñan a vivir.

Además, me asegura que el director ha logrado una magnífica adaptación, entre otras cosas porque "mantiene intacto el espíritu de la novela: su radical dureza y su apertura a la esperanza".

Me fío de Ana porque ha sido capaz de meter la novela en una línea exacta: "un breve, seco, duro y magistral relato". Y porque me asegura que la truculencia de algunas imágenes no se lleva por delante el núcleo de la historia, "que no es otro que el radical valor de la vida humana, la desarmante belleza del cariño de un padre por su hijo, y el reflejo de la divinidad en la dignidad y en la bondad de un inocente".

viernes, 9 de abril de 2010

In memoriam




Era una niña que maduró en la Guerra Civil, a orillas del Cantábrico, en una villa donde también nacieron el cartógrafo Juan de la Cosa y el almirante Carrero.


De Santoña se fue a Santander, a titularse como enfermera en Valdecilla y a trabajar en ese célebre hospital. En sus pabellones se hizo mujer, metida de lleno en el sufrimiento humano y en las lecciones impagables de médicos, enfermos, monjas y amigas que ya nunca olvidó, porque el agradecimiento siempre tuvo buena memoria. Allí, entre las urgencias, los vendajes, los informes y las sesiones clínicas, un joven interno se fijó en ella. Si la enfermera tenía una mirada luminosa y un corazón valiente, él era sosegado y esencialmente bueno, con una declarada inclinación profesional hacia la histopatología.


Rosario Vega y Pedro Huidobro se casaron. Y se hicieron gallegos en Vigo, donde les nacieron Pedro, Carmelo, Ramón, Marcos y Charo. Ella, tan madre, tan alegre y tan reguapa. Él, con su bondad natural y un prematuro pelo blanco que confundía a sus pacientes cuando le veían con sus niños por la calle.

-Don Pedro, no sabía que tuviera usted unos nietos tan guapos...


En la calle Lope de Neira, cerca de la ría, hicieron sus primeros análisis y biopsias. Luego se trasladaron a José Antonio –ahora Urzaiz-, junto a Sonka y Cortefiel. Por fin subieron a Venezuela, frente a Maristas. Fueron los felices años 60 y 70, donde no se cansaron de ser generosos. Mis tíos cuidaron de sus padres y de sus hijos, estuvieron atentos a sus hermanos y a sus sobrinos, y trabajaron sin tregua. Para ellos no había horarios, y sí la disponibilidad constante de echar una mano, de arrimar el hombro, de dedicar mucho tiempo y dinero a quien lo necesitaba. Rosario, además de acompañar hasta el final a sus padres y a sus suegros, vio morir de cáncer a dos de sus hermanas. Iba a decir que Pedro y ella no pudieron hacer nada, pero en realidad hicieron todo excepto tirar la toalla y cruzarse de brazos. Con discreción, con elegancia y con más obras que palabras.


La medicina, la enfermería y su fibra cristiana les permitieron entender la vida como servicio, y en el servicio encontraron plenitud y alegría. Quizá por ello, sintieron la Obra de San Josemaría como su propio hogar, como una gozosa extensión de su familia. Pedro murió inesperadamente en 1984, y a Rosario le toco llevar con garbo su acompañada soledad, alegrada por el bullicio de sus 10 nietas y 3 nietos. En sus últimos años fue muy consciente de que Dios quiso acrisolarla con una enfermedad penosa, y los vivió con la misma naturalidad que tuvo en todo momento. Era un poco más joven que Delibes y estaba tocada por la misma gracia que el escritor supo destacar en su esposa: Una mujer que, con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre de vivir. Porque así fue Rosario Vega y así la vimos reír y llorar, cantar y soñar, sufrir y rezar, amar y perdonar sin condiciones. Ahora nos deja su recuerdo imborrable, mientras descansa en paz y disfruta para siempre en el país de la Vida.