Felizmente para los burgaleses, desde este verano de 2010 el hecho biológico de la evolución se desdobla en otro hecho de cristal y cultura: el Museo de la Evolución Humana. Además de incrementar el turismo cultural, tan ligado al Camino de Santiago, el nuevo MEH va a despertar nuestro apetito por una de las cuestiones intelectualmente más complejas y atractivas. Porque la evolución humana y, en general, la evolución de las formas de vida, siguen siendo -si se me permite la expresión peliculera- un misterio dentro de un enigma, envuelto en un acertijo. Es cierto que, para simplificarlo, a nuestros escolares y a la opinión pública se les dice que la vida evoluciona por selección natural de mutaciones al azar. Pero ese utillaje conceptual del siglo XIX apenas sirve para explicar lo que sabemos en el siglo XXI.
Hoy sabemos que, en un ser vivo, igual que en cualquier máquina donde las partes están estrechamente interrelacionadas y dependen unas de otras, un origen al azar es sencillamente imposible. ¿Qué zoólogo no se ha sentido sobrecogido ante el prodigioso montaje -autorreproductor y capaz de repararse- que caracteriza a cualquier organismo vivo? Ninguna de nuestras máquinas es autorreproductora, y esa capacidad nos resulta de una complejidad inalcanzable. Por ello, en lugar de aceptar ingenuamente el azar, la Biología debería mirar hacia la Química y la Física, para las que solo hay leyes de precisión extrema. Con la unión de los primeros átomos aparecieron las primeras leyes, y sin esas leyes no habría universo ni ciencia. Lo evidente, por tanto, es que los átomos no se combinan al azar, como afirmó Demócrito. ¿Alguien puede pensar que el oxígeno y el hidrógeno se unen para formar agua por casualidad? No hay nada tan preciso y tan ciudadosamente delimitado como los encaces químicos.
Respecto a la selección natural, se trata de un concepto tan genial como escurridizo, que no se deja formular en forma de ley. Además, no es científico en la medida en que implica una tautología o círculo vicioso. Sobreviven los mejor adaptados, dice. ¿Y quiénes son los mejor adaptados? Los que sobreviven. Es el argumento de Molière en El médico a palos: el opio “hace dormir quia est in eo virtus dormitiva”. La selección natural, dogma central del darwinismo, criba las mutaciones fortuitas y se convierte en agente todopoderoso que empuja el progreso evolutivo. Pero también el concepto de “progreso evolutivo” es difícil de medir o cuantificar, y además resulta sospechoso de antropomorfismo. Más razonable parece hablar de “complejidad creciente”. En cualquier caso, ni el supuesto progreso ni la complejidad son universales, pues no afectan a la mayoría de los seres vivos: las bacterias. Ellas y las algas azules se han mantenido invariables durante cientos de millones de años.
Como dice Gould, uno de los evolucionistas más lúcidos, “tendríamos que terminar con los cuentos, que no son más que cuentos". Eso y mucho más esperamos del MEH. Y yo también os espero en Burgos.