Era una niña que maduró en la Guerra Civil, a orillas del Cantábrico, en una villa donde también nacieron el cartógrafo Juan de la Cosa y el almirante Carrero.
De Santoña se fue a Santander, a titularse como enfermera en Valdecilla y a trabajar en ese célebre hospital. En sus pabellones se hizo mujer, metida de lleno en el sufrimiento humano y en las lecciones impagables de médicos, enfermos, monjas y amigas que ya nunca olvidó, porque el agradecimiento siempre tuvo buena memoria. Allí, entre las urgencias, los vendajes, los informes y las sesiones clínicas, un joven interno se fijó en ella. Si la enfermera tenía una mirada luminosa y un corazón valiente, él era sosegado y esencialmente bueno, con una declarada inclinación profesional hacia la histopatología.
Rosario Vega y Pedro Huidobro se casaron. Y se hicieron gallegos en Vigo, donde les nacieron Pedro, Carmelo, Ramón, Marcos y Charo. Ella, tan madre, tan alegre y tan reguapa. Él, con su bondad natural y un prematuro pelo blanco que confundía a sus pacientes cuando le veían con sus niños por la calle.
-Don Pedro, no sabía que tuviera usted unos nietos tan guapos...
En la calle Lope de Neira, cerca de la ría, hicieron sus primeros análisis y biopsias. Luego se trasladaron a José Antonio –ahora Urzaiz-, junto a Sonka y Cortefiel. Por fin subieron a Venezuela, frente a Maristas. Fueron los felices años 60 y 70, donde no se cansaron de ser generosos. Mis tíos cuidaron de sus padres y de sus hijos, estuvieron atentos a sus hermanos y a sus sobrinos, y trabajaron sin tregua. Para ellos no había horarios, y sí la disponibilidad constante de echar una mano, de arrimar el hombro, de dedicar mucho tiempo y dinero a quien lo necesitaba. Rosario, además de acompañar hasta el final a sus padres y a sus suegros, vio morir de cáncer a dos de sus hermanas. Iba a decir que Pedro y ella no pudieron hacer nada, pero en realidad hicieron todo excepto tirar la toalla y cruzarse de brazos. Con discreción, con elegancia y con más obras que palabras.
La medicina, la enfermería y su fibra cristiana les permitieron entender la vida como servicio, y en el servicio encontraron plenitud y alegría. Quizá por ello, sintieron la Obra de San Josemaría como su propio hogar, como una gozosa extensión de su familia. Pedro murió inesperadamente en 1984, y a Rosario le toco llevar con garbo su acompañada soledad, alegrada por el bullicio de sus 10 nietas y 3 nietos. En sus últimos años fue muy consciente de que Dios quiso acrisolarla con una enfermedad penosa, y los vivió con la misma naturalidad que tuvo en todo momento. Era un poco más joven que Delibes y estaba tocada por la misma gracia que el escritor supo destacar en su esposa: Una mujer que, con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre de vivir. Porque así fue Rosario Vega y así la vimos reír y llorar, cantar y soñar, sufrir y rezar, amar y perdonar sin condiciones. Ahora nos deja su recuerdo imborrable, mientras descansa en paz y disfruta para siempre en el país de la Vida.