Carta abierta
al Ministro de Educación
18 dic.
2012
Querido
Ministro,
querido José Ignacio,
Va a hacer
ya un año desde que te sentaste en el sillón de Ministro de Educación, un
puesto apasionante —quizás el más apasionante de todos los puestos políticos de
España— pero que también tiene algo de potro de tortura, y te lo digo por
experiencia. Tu probada inteligencia ya te habrá mostrado las enormes
dificultades con que tropieza cualquier ministro de Educación de España que,
como tú, quiera hacer algo para mejorar nuestro claramente ineficaz sistema
educativo.
Pero el
hecho de haber pasado, entre 1996 y 1999, casi 1.000 días en ese sillón y haber
tenido que lidiar problemas parecidos a los que tú tienes ahora me mueve a
hacerte algunas reflexiones que quizás puedan serte de utilidad. Por pequeña y
tímida que sea, cualquier reforma en el sistema educativo actual va a suscitar
siempre la oposición del bloque socialista-comunista y de los nacionalistas,
que son los que, de común acuerdo, han diseñado el marco actual. Les da igual
que la práctica esté demostrando que nuestro sistema escolar es manifiestamente
mejorable y que, después de 15 años de escolarización (ya es normal estar en la
escuela desde los 3 hasta los 18 años), un altísimo porcentaje de nuestros alumnos
no adquiere los mínimos conocimientos necesarios ni domina destrezas tan
básicas como expresarse de palabra y por escrito con una mínima corrección.
Y les da
igual porque ellos creen que la escuela está para modelar personalidades según
sus ideologías: el igualitarismo, en el caso de socialistas y comunistas, y la
exaltación de sus signos identitarios, en el de los nacionalistas.
Nosotros,
los liberal-conservadores, creemos, por el contrario, que la escuela no está
para servir a las ideologías, sino para instruir a los alumnos. Nuestros
adversarios creen en el adoctrinamiento, nosotros en la libertad.
Ellos creen
más en la educación (del latín e-ducare, conducir o llevar a los alumnos en una
determinada dirección), nosotros, en la instrucción (del latín in-struere,
construir por dentro su propia personalidad). Ellos quieren inocular ideología
en los alumnos, nosotros queremos que los alumnos sean libres para elegir la
ideología que quieran.
Y ahí está
el problema, que tiene difícil solución, porque en la utilización de la
educación como arma política les va a nuestros adversarios su supervivencia.
Por eso, en medio del debate y del follón que suscita la nueva ley, tenemos que
mantener nuestros principios esenciales. Uno, es que nosotros queremos instruir
a los alumnos y no adoctrinarlos. Y el otro, mucho más importante, es la
libertad. Si consiguiéramos que padres, profesores y centros educativos
pudieran ejercer en plenitud su libertad, todos los problemas estarían
resueltos, incluso los lingüísticos.
Hay que
tener presente que el papel del Estado en materia educativa debe estar siempre
subordinado a la voluntad de los padres, que son los responsables naturales de
la educación de sus hijos. Los poderes públicos pueden y deben ayudar a los
padres en esa trascendental misión, pero nunca sustituirlos. Y, en todo caso,
no deben empeñarse en regularlo todo, desde los programas de las clases de
corte y confección a las titulaciones de disc-jockey en los cursos de Formación
Profesional.
Quizás el
Estado podría limitarse a publicar los conocimientos básicos que los alumnos
deben alcanzar en dos o tres niveles (por ejemplo, a los 8, a los 12 y a los 16 años),
dejar libertad a los centros para organizarse académicamente, y permitir que
los padres elijan libremente el centro que quieran para sus hijos. Eso sí, para
programar los exámenes en esos niveles, lo mismo que para determinar esos
conocimientos básicos, estaría el Cuerpo de Inspectores, a la manera de los
Inspectores Educativos de S.M. en Inglaterra. Con unos programas claros y un
buen Cuerpo de Inspección, cada colegio o instituto podría organizarse mejor,
sin necesidad de la hiperregulación, cuajada de palabrería pseudopedagógica, de
la que ha adolecido nuestro sistema educativo en las últimas décadas.
En fin,
querido Ministro, espero que no tomes estas letras como una intromisión
injustificada en tu ya de por sí difícil tarea. Pero creo que tenía que
transmitirte algo de la experiencia que acumulé cuando estuve sentada en ese
sillón que, con toda dignidad y saber, ahora ocupas tú.
Un fuerte
abrazo,
Esperanza
Aguirre