A las 11 Marta me pregunta por qué: por qué tiene cáncer su tía, por qué tiene que morirse. A las 12 me entero del lamentable accidente en el que han perdido la vida 150 personas que viajaban en un Airbus estrellado en los Alpes franceses. Por asociación de ideas me acuerdo de un detalle de la vida de
Edith Stein que me impresionó. En 1914, siendo atea, estudiaba Filosofía en Gotinga cuando estalló la Gran Guerra. Su amigo Adolf Reinach, también ateo, recién casado, fue llamado a filas. Y en las trincheras, en medio de aquel infierno iluminado por la condescendencia del sol, la búsqueda de sentido le lleva a la fe cristiana.
Mientras Edith sirve como enfermera con la Cruz Roja, conoce la noticia de que Reinach ha muerto. Sin demora, toma un tren a Friburgo para asistir al funeral y consolar a su amiga Ana. Pero allí, la entereza de la joven viuda, su confianza serena en que su marido está gozando de la paz y la luz de Dios, hablan a Edith del poder de Cristo sobre la muerte. Hubiera sido comprensible la rebelión de Ana ante la desgracia que destruía su vida, y Edith hubiera considerado normal encontrarla abatida o crispada. Pero se encontró con algo totalmente inesperado: una paz que sólo podía tener un origen muy superior a todo lo humano.
“Allí encontré por primera vez la Cruz y el poder divino que comunica a los que la llevan. Fue mi primer vislumbre de la Iglesia, nacida de la Pasión redentora de Cristo, de su victoria sobre la mordedura de la muerte. En esos momentos mi incredulidad se derrumbó, y el judaísmo palideció ante la aurora de Cristo: Cristo en el misterio de la Cruz”.
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