“Un día de enero, la pequeña ciudad de Hanover, anclada en una meseta de Nebraska, intentaba que no se la llevara el viento. Las casas, bajas y sin gracia, se amontonaban sobre la pradera gris bajo un cielo gris”.
Así comienza Pioneros, una lograda descripción, a lo largo de 260 páginas, de la vida de los primeros checos y escandinavos en Norteamérica, durante los últimos años del siglo XIX. Willa Cather tenía 40 años cuando publicó esta novela. Había nacido en Virginia y fue enviada a los ocho años a Nebraska, el primero de los grandes asentamientos al norte del Misisipí tras la guerra civil. Allí conoció la vida dura de “la aristocracia de las praderas”, tan diferente a la aristocracia de las ciudades, dibujada por su contemporánea Edith Wharton.
Willa Cather es también, en la literatura norteamericana, contemporánea de Jack London y anterior a la “generación perdida”. En Pioneros aparece todo el claroscuro de la vida, sin que falte la tragedia. Pero el balance es positivo y luminoso, entre otras razones porque los planteamientos de esas familias de colonos son cristianos. La figura central es Alexandra, una joven valiente y sensata que se hace cargo de la familia a la muerte de su padre, y que con tesón e inteligencia convierte su granja en una de las más prósperas del territorio.
Aquel verano, las lluvias habían sido tan abundantes y oportunas que Shabata y su peón a duras penas podían con todo el maíz; el huerto era una selva descuidada, donde habían crecido todo tipo de hierbas, hierbajos y flores (…). Al sur de los albaricoqueros, junto al trigal, estaba la alfalfa de Frank, donde siempre había millares de mariposas blancas y amarillas revoloteando sobre las flores púrpuras. Cuando Emil llegó a la esquina más baja, junto al seto, Marie estaba sentada bajo su morera, con el cubo lleno de cerezas al lado, contemplando la suave e incesante ondulación del trigo.
.