miércoles, 26 de octubre de 2016
Sophie como Antígona
Hay personas que con su vida mejoran el mundo, y este libro habla de unas pocas. La adolescencia y juventud de los cinco hermanos Scholl transcurrió en Ulm, con Hitler en el poder, en un ambiente de entusiasmo popular y apoyo masivo al nuevo líder. Sus padres, Robert y Magdalene, cristianos evangélicos, fueron siempre muy críticos con el nazismo, pero no consiguieron impedir que sus hijos ingresaran en las Juventudes Hitlerianas. Hans, el mayor de los varones, amaba el entrenamiento físico, la vida en tienda de campaña y el manejo de armas. Cuando Sophie se afilió, se tomó muy en serio la invitación de Hitler a endurecer el cuerpo, y en pleno invierno iba al colegio en bicicleta, sin medias ni abrigo, sin guantes ni gorro.
El desencanto no tardó en llegar. En un congreso anual del partido Nacionalsocialista, Hans encontró un ambiente sofocante de vulgaridad y descontrol sexual, muy diferente al deporte, la instrucción y la amistad que reinaban en los campamentos de Ulm. Sophie, por su parte, advirtió pronto la hostilidad de sus superioras hacia el Cristianismo, y la sistemática intoxicación de las cabezas juveniles con el militarismo, el racismo y la obediencia ciega a las autoridades.
Los Scholl pertenecían a una burguesía cultural muy propia de Alemania. En casa nunca sobró el dinero, pero los cinco hermanos y sus amigos salían al extranjero en vacaciones, solían esquiar, frecuentaban restaurantes italianos, tenían teléfono en casa, usaban coches de alquiler y podían estudiar en la Universidad. Su amplio grupo era conocido en Ulm como la “Alianza Scholl”. A veces hablaban y debatían durante toda la noche. Su fuerte inquietud intelectual se alimentaba de clásicos antiguos y modernos, en su mayoría alemanes y franceses. Conocían a Platón y a San Agustín, leían los Pensamientos de Pascal, los versos de Rilke y Heine, los ensayos de Maritain y Bloy, las novelas de Bernanos, Stefan Zweig, Thomas Mann, Franz Werfel… Todos autores y libros prohibidos, por los que se podía ir a la cárcel. Les encantaba el swing y otros bailes americanos, muy populares en la Alemania de los años 30, calificados por Hitler como “bailes degenerados” y “para negros”. Una tarde, un amigo de Hans se puso a bailar y cantar jazz. Era cadete de la Academia Militar y se llamaba Fritz Hartnagel. Sophie se enamoró de él.
A finales de 1938, durante la triste Noche de los Cristales Rotos, varios judíos buscaron refugio en casa de los Scholl. Abrirles la puerta era una decisión muy arriesgada, pero Robert tenía absolutamente claro cuál era su deber. Un año más tarde, Alemania invadía Polonia y desencadenaba la segunda guerra mundial. Hans había comenzado a estudiar Medicina en Múnich. Los futuros médicos estaban obligados a incorporarse a los batallones de Sanidad durante las vacaciones de Navidad y verano. Así conocieron, de primera mano, algo que no sabían sus compatriotas civiles: las barbaridades del ejército alemán.
Una noche, en casa de uno de sus profesores, Hans y sus amigos tomaron la decisión de pasar a la acción. Había que crear un movimiento dedicado a difundir esos hechos. Les pareció factible multicopiar hojas que resumieran los crímenes nazis y las derrotas cuidadosamente silenciadas. Despertarían las conciencias y lograrían la adhesión de muchos alemanes que solo esperaban una señal para empezar a actuar. Así nació la Rosa Blanca. A mediados de julio de 1942, su primer panfleto comenzaba con estas palabras: “Para un pueblo culto, nada es más indigno que dejarse gobernar por una camarilla irresponsable guiada por oscuros instintos. ¿No es verdad que todo alemán honesto se avergüenza actualmente de su gobierno?”.
Sophie fue la única chica del grupo clandestino, después de vencer la resistencia de unos muchachos que no querían comprometer a sus novias y hermanas. Tenía 21 años cuando fue detenida, juzgada y ejecutada. Desde entonces, las películas y libros sobre su figura, igual que su nombre en plazas, calles y centros escolares, no dejan de atestiguar su rotunda victoria. Este libro cuenta la hermosa historia de esos amigos, envueltos en una tragedia más diabólica que griega. Historia de unos hechos terribles trenzados con la asombrosa evolución interior de los protagonistas. Historia que recuerda la sentencia de Viktor Frankl sobre el misterioso ser que ha inventado las cámaras de gas y al mismo tiempo ha entrado en ellas, con paso firme, musitando una oración.
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sábado, 22 de octubre de 2016
Privilegios LGTBI
¿Se debe
legislar contra la discriminación injusta? Por supuesto. ¿Debe haber leyes
particulares para cada tipo de discriminación, cuando ya existe una ley general
que abarca todos los supuestos? Si se responde afirmativamente, además de
promulgar leyes innecesarias, el legislador se enfrenta a la imposibilidad de
contemplar todas las posibles formas de discriminación, y entonces la propia
legislación se convierte en discriminatoria. Es lo que sucede en las Comunidades
Autónomas españolas que han legislado contra la discriminación por orientación
sexual, y no contra las demás formas de discriminación.
Además de la
orientación sexual, los ciudadanos tienen orientaciones políticas, musicales,
deportivas, religiosas, gastronómicas… El Estado está obligado a respetarlas,
pero no deberá imponer como verdadera ninguna en particular, y mucho menos
privilegiarla en los planes de educación. Si lo hace, si dicta a los ciudadanos
lo que deben hacer o pensar, es antidemocrático.
Respetar a un
cristiano, a un budista o a un musulmán no significa creer que sus doctrinas
son verdaderas, y ese respeto es compatible con no sentir aprecio por ellas. Cualquiera
sabe que respetar no significa aplaudir. Por eso, cuando el colectivo LGTBI
exige ferviente adhesión a su postura, atenta contra una libertad básica y pide un trato
de privilegio incompatible con la democracia.
En democracia
no solo existe el derecho a discrepar, sino que el ejercicio de la discrepancia
protege la libertad de todos. Por fortuna, en las sociedades libres nadie está
obligado a considerar correcta cada una de las opciones vitales de los demás, y
todo el mundo puede pensar que hay formas de conducta positivas y negativas, morales
e inmorales, inofensivas y condenables. Por lo mismo, cualquiera está en su
derecho de procurar que las formas de vida que considera inmorales no se
expliquen en la escuela a sus hijos, y que tampoco se “visibilicen” en la calle
por imperativo legal y con dinero del contribuyente. Lejos de formar parte de
los derechos humanos, la imposición pública de una opción sexual va contra
ellos.
Por si fuera
poco, las leyes autonómicas que privilegian al colectivo LGTBI suelen dedicar
un último capítulo a las sanciones por homofobia, lesbofobia, bifobia y transfobia.
¿Qué interés mueve al legislador que confunde discrepar con odiar? Esa
injustificada equiparación inventa una realidad que no existe, imagina homófobos
a la vuelta de cada esquina, y eso sí nos parece irresponsable incitación al
odio y manipulación.
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