¿Se debe
legislar contra la discriminación injusta? Por supuesto. ¿Debe haber leyes
particulares para cada tipo de discriminación, cuando ya existe una ley general
que abarca todos los supuestos? Si se responde afirmativamente, además de
promulgar leyes innecesarias, el legislador se enfrenta a la imposibilidad de
contemplar todas las posibles formas de discriminación, y entonces la propia
legislación se convierte en discriminatoria. Es lo que sucede en las Comunidades
Autónomas españolas que han legislado contra la discriminación por orientación
sexual, y no contra las demás formas de discriminación.
Además de la
orientación sexual, los ciudadanos tienen orientaciones políticas, musicales,
deportivas, religiosas, gastronómicas… El Estado está obligado a respetarlas,
pero no deberá imponer como verdadera ninguna en particular, y mucho menos
privilegiarla en los planes de educación. Si lo hace, si dicta a los ciudadanos
lo que deben hacer o pensar, es antidemocrático.
Respetar a un
cristiano, a un budista o a un musulmán no significa creer que sus doctrinas
son verdaderas, y ese respeto es compatible con no sentir aprecio por ellas. Cualquiera
sabe que respetar no significa aplaudir. Por eso, cuando el colectivo LGTBI
exige ferviente adhesión a su postura, atenta contra una libertad básica y pide un trato
de privilegio incompatible con la democracia.
En democracia
no solo existe el derecho a discrepar, sino que el ejercicio de la discrepancia
protege la libertad de todos. Por fortuna, en las sociedades libres nadie está
obligado a considerar correcta cada una de las opciones vitales de los demás, y
todo el mundo puede pensar que hay formas de conducta positivas y negativas, morales
e inmorales, inofensivas y condenables. Por lo mismo, cualquiera está en su
derecho de procurar que las formas de vida que considera inmorales no se
expliquen en la escuela a sus hijos, y que tampoco se “visibilicen” en la calle
por imperativo legal y con dinero del contribuyente. Lejos de formar parte de
los derechos humanos, la imposición pública de una opción sexual va contra
ellos.
Por si fuera
poco, las leyes autonómicas que privilegian al colectivo LGTBI suelen dedicar
un último capítulo a las sanciones por homofobia, lesbofobia, bifobia y transfobia.
¿Qué interés mueve al legislador que confunde discrepar con odiar? Esa
injustificada equiparación inventa una realidad que no existe, imagina homófobos
a la vuelta de cada esquina, y eso sí nos parece irresponsable incitación al
odio y manipulación.
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