Hace justamente un año, en la noche del 12 al 13 de febrero de 2016, mientras dormía, falleció inesperadamente Antonin Scalia, juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Casado en 1960 y padre de nueve hijos, católico practicante y coherente, era uno de los más prestigiosos juristas del país, partidario de respetar la Constitución, de no forzarla cediendo a presiones ideológicas, como sucedió en las sentencias a favor del aborto y del matrimonio homosexual, a las que calificó de “golpe de Estado judicial”.
Su hijo Paul Scalia, sacerdote de la diócesis de Arlington, celebró en Washington la Misa de funeral, retransmitida en directo por varias cadena de televisión. En la homilía, en lugar de centrar la atención en su padre, proclamó las verdades esenciales de la fe cristiana. Sus palabras, todo un modelo de oratoria fúnebre, dieron pronto la vuelta al mundo. “Religión en Libertad” ofrece el texto íntegro, traducido por Helena Faccia y Carmelo López-Arias
Homilía del padre Paul Scalia
Eminencia cardenal Donald William Wuerl, arzobispo de Washington; excelencias arzobispo Carlo Maria Viganò, nuncio apostólico; obispo Paul Stephen Loverde, obispo de Arlington; obispo Richard Brendan Higgins, obispo auxiliar del Ordinariato Militar de los Estados Unidos; mis hermanos sacerdotes, diáconos, distinguidos invitados, queridos amigos y fieles reunidos aquí:
En nombre de mi madre y de toda la familia Scalia quiero agradecerles su presencia aquí, sus palabras de consuelo y, más aún, sus oraciones y misas por la muerte de nuestro padre, Antonin Scalia.
En especial quiero dar las gracias al cardenal Wuerl por haber venido tan rápida y amablemente para consolar a nuestra madre. Ha sido un consuelo para ella y, por consiguiente, también para nosotros. Agradezco también que nos hayan dejado celebrar la misa de funeral en esta basílica dedicada a Nuestra Señora. ¡Qué gran privilegio y consuelo permitir que nuestro padre atraviese estas puertas santas para que así gane la indulgencia prometida a todos los que las atraviesan con fe!
Agradezco la presencia de monseñor Loverde, obispo de nuestra diócesis de Arlington, a quien nuestro padre apreciaba y respetaba. Gracias, monseñor, por su rápida visita a nuestra madre, por sus palabras de consuelo y por sus oraciones.
Inmediatamente después de la misa, la familia celebrará el entierro de manera privada, por lo que deseo expresar ahora nuestro profundo agradecimiento a todos ustedes. En el programa habrán observado que el 1 de marzo se celebrará un memorial; esperamos verlos a ustedes en esa ocasión. Deseo que el Señor les devuelva la bondad que han demostrado hacia nosotros.
Estamos aquí reunidos por un hombre. Un hombre que muchos de nosotros conocíamos personalmente; otros sólo lo conocían por su reputación. Un hombre amado por muchos, despreciado por otros. Un hombre conocido por las grandes controversias y por su gran compasión. Este hombre, naturalmente, es Jesús de Nazaret.
Este es el Hombre que nosotros proclamamos. Jesucristo, hijo del Padre, nacido de la Virgen María, crucificado, sepultado, resucitado, sentado a la derecha del Padre. Es por Él, por su vida, su muerte y su resurrección por lo que no lloramos como los que no tienen esperanza y por lo que, confiados, encomendamos a Antonin Scalia a la misericordia de Dios.
La Escritura dice que Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre, y esto nos indica un buen camino para nuestros pensamientos y oraciones aquí, hoy.
Efectivamente, miramos en tres direcciones: al pasado, con gratitud; al presente, pidiendo; y a la eternidad, con esperanza.
Miramos a Jesucristo ayer, es decir, al pasado, con gratitud por las bendiciones que Dios le concedió a nuestro padre. La semana pasada muchos han relatado lo que nuestro padre hizo por ellos. Pero aquí, hoy, nosotros contamos lo que Dios hizo por nuestro padre, cómo lo bendijo.
Damos gracias ante todo por la muerte purificadora y la resurrección vivificadora de Jesucristo. Nuestro Señor murió y resucitó no sólo por todos nosotros, sino también por cada uno de nosotros. Y nosotros ahora miramos al pasado de su muerte y de su resurrección y damos gracias porque Él murió y resucitó por nuestro padre.
Además, le damos gracias porque le dio una nueva vida en el bautismo, lo alimentó con la Eucaristía y lo sanó con la confesión.
Le damos gracias porque Jesús le concedió 55 años de matrimonio con la mujer que amaba, una mujer que lo seguía en cada paso y lo consideraba responsable.
Dios bendijo a nuestro padre con una profunda fe católica: la convicción de que la presencia y el poder de Cristo continúan en el mundo hoy a través de Su cuerpo, la Iglesia. Amaba la claridad y la coherencia de la enseñanza de la Iglesia. Atesoraba en su corazón los ritos de la Iglesia, especialmente la belleza de su culto antiguo. Confiaba en el poder de sus sacramentos como medio de salvación, como acción de Cristo dentro de él para su salvación.
¡A pesar de que una vez, un sábado por la tarde, me regañó por haber estado en el confesionario esa misma tarde! Y si hay algún abogado presente, espero que le sirva de consuelo saber que el alzacuellos no era un escudo contra sus críticas.
La cuestión esa tarde no era el hecho de que yo hubiera estado confesando, sino de que se dio cuenta de repente de que estaba haciendo fila delante de mi confesionario. Rápidamente se fue. Como me dijo más tarde: “¡Para nada me confieso yo contigo!”
El sentimiento era mutuo. (Risas)
Como es bien conocido, Dios bendijo a papá con un gran amor a su patria. Él sabía bien hasta qué punto fue difícil la fundación de nuestra nación. Y vio en esa fundación, como en los fundadores mismos, una bendición, una bendición que se pierde cuando la fe es apartada de la plaza pública, o cuando rechazamos llevarla a ella. Él entendió que no hay conflicto entre amar a Dios y amar a la patria, entre la fe y el servicio público. Papá entendió que cuanto más profundizase en su fe católica, mejor ciudadano y servidor público sería. Dios lo bendijo con el deseo de ser un buen servidor de la patria porque, antes, lo era de Dios.
Los Scalia, sin embargo, damos gracias por una bendición particular concedida por Dios. Dios bendijo a papá con el amor a su familia. Nos ha emocionado leer y escuchar tantas palabras de alabanza y admiración hacia él, hacia su inteligencia, sus escritos, sus palabras, su influencia…
Pero lo más importante para nosotros -y para él- es que él era papá. Era el padre que Dios nos dio para la gran aventura de la vida familiar. Sin duda a veces olvidaba nuestros nombres o los confundía… ¡pero es que éramos nueve! (Risas.)
Él nos quería y procuraba mostrar ese amor. Y quería compartir la bendición de la fe, que veía como un tesoro. Y él nos dio unos a otros, para que nos apoyásemos mutuamente. Es el mayor bien que los padres pueden dar, y precisamente ahora les estamos especialmente agradecidos por él.
Así que miramos al pasado, al Jesucristo de ayer. Recordamos todas estas bendiciones, y honramos y glorificamos al Señor por ellas, porque son Su obra. Miramos a Jesús hoy, en petición, para el momento presente, aquí y ahora, como lloramos a alguien a quien queremos y admiramos, cuya ausencia nos duele. Hoy rezamos por él. Rezamos por el descanso de su alma. Agradecemos a Dios su generosidad con papá porque es justo y necesario. Pero también sabemos que, aunque papá creía, lo hacía imperfectamente, como el resto de nosotros. Él buscaba amar a Dios y al prójimo, pero como el resto de nosotros lo hacía imperfectamente.
Era un católico practicante: “practicante” en el sentido de que no era perfecto. O, mejor aún, de que Cristo aún no lo había hecho perfecto. Y sólo aquellos a quienes Cristo perfecciona pueden entrar en el cielo. Estamos pues aquí para elevar nuestras oraciones por ese perfeccionamiento, por esa obra final de la gracia de Dios, y para liberar a papá de toda carga de pecado.
Pero no soy yo quien lo dice. Papá mismo, y no es sorprendente, tenía algo que decir al respecto. Escribiendo hace años a un ministro presbiteriano cuyo servicio funerario admiraba, resumió muy bien los inconvenientes de los funerales y por qué no le gustaban los panegíricos: “Incluso si el muerto era una persona admirable, es más, precisamente si el muerto era una persona admirable, elogiar sus virtudes puede hacernos olvidar que estamos pidiendo y dando gracias por la inexplicable misericordia de Dios hacia un pecador”.
Él no habría hecho ahora una excepción consigo mismo. Así que estamos aquí, como él quería, para pedir la misericordia inexplicable de Dios hacia un pecador. Hacia este pecador, Antonin Scalia. No le mostremos un falso amor y no consintamos que nuestra admiración lo prive de nuestras oraciones. Sigamos mostrándole cariño y haciéndole un bien rezando por él: que toda sombra de pecado sea lavada, que todas las heridas queden sanadas, que él sea purificado de todo lo que no sea Cristo. Y que así descanse en paz.
Finalmente miremos a Jesús para siempre, en la eternidad. O mejor, consideremos nuestro propio lugar en la eternidad y si será con el Señor. Aunque estemos rezando para que papá entre pronto en la gloria eterna, debemos preocuparnos de nosotros mismos. Cada funeral nos recuerda qué delgado es el velo entre este mundo y el venidero, entre el tiempo y la eternidad, entre la oportunidad de la conversión y el momento del juicio.
Así que no podemos irnos de aquí sin cambiar. No tiene sentido celebrar la generosidad y la misericordia de Dios hacia papá si no estamos atentos y sensibles a esas realidades en nuestra propia vida. Todos debemos permitir que este encuentro con la eternidad nos cambie, nos aleje del pecado y nos lleve a Dios.
El dominico inglés Bede Jarrett lo dijo con gran belleza en su oración: “¡Oh, poderoso hijo de Dios, mientras preparas un lugar para nosotros, prepáranos también para ese lugar feliz, y que estemos contigo y con aquellos a quienes amamos por toda la eternidad!”.
Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre.
Queridos amigos, eso es también la estructura de la misa, la mayor oración que podemos ofrecer por papá, porque no es nuestra oración, sino la oración del Señor. La misa mira a Jesús ayer. Llega hasta el pasado -hasta la Última Cena, la crucifixión y la resurrección- y hace presentes esos misterios y su poder sobre este altar. Jesús mismo se hace presente aquí hoy bajo las especies de pan y vino para que podamos unir todas nuestras oraciones de acción de gracias, de tristeza y de petición a la de Cristo mismo como ofrenda al Padre. Y todo esto con una visión de eternidad, estirándose hacia el Cielo, donde esperamos un día disfrutar de esa perfecta unión con Dios mismo y ver de nuevo a papá y, con él, regocijarnos en la comunión de los santos.
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Eminencia cardenal Donald William Wuerl, arzobispo de Washington; excelencias arzobispo Carlo Maria Viganò, nuncio apostólico; obispo Paul Stephen Loverde, obispo de Arlington; obispo Richard Brendan Higgins, obispo auxiliar del Ordinariato Militar de los Estados Unidos; mis hermanos sacerdotes, diáconos, distinguidos invitados, queridos amigos y fieles reunidos aquí:
En nombre de mi madre y de toda la familia Scalia quiero agradecerles su presencia aquí, sus palabras de consuelo y, más aún, sus oraciones y misas por la muerte de nuestro padre, Antonin Scalia.
En especial quiero dar las gracias al cardenal Wuerl por haber venido tan rápida y amablemente para consolar a nuestra madre. Ha sido un consuelo para ella y, por consiguiente, también para nosotros. Agradezco también que nos hayan dejado celebrar la misa de funeral en esta basílica dedicada a Nuestra Señora. ¡Qué gran privilegio y consuelo permitir que nuestro padre atraviese estas puertas santas para que así gane la indulgencia prometida a todos los que las atraviesan con fe!
Agradezco la presencia de monseñor Loverde, obispo de nuestra diócesis de Arlington, a quien nuestro padre apreciaba y respetaba. Gracias, monseñor, por su rápida visita a nuestra madre, por sus palabras de consuelo y por sus oraciones.
Inmediatamente después de la misa, la familia celebrará el entierro de manera privada, por lo que deseo expresar ahora nuestro profundo agradecimiento a todos ustedes. En el programa habrán observado que el 1 de marzo se celebrará un memorial; esperamos verlos a ustedes en esa ocasión. Deseo que el Señor les devuelva la bondad que han demostrado hacia nosotros.
Estamos aquí reunidos por un hombre. Un hombre que muchos de nosotros conocíamos personalmente; otros sólo lo conocían por su reputación. Un hombre amado por muchos, despreciado por otros. Un hombre conocido por las grandes controversias y por su gran compasión. Este hombre, naturalmente, es Jesús de Nazaret.
Este es el Hombre que nosotros proclamamos. Jesucristo, hijo del Padre, nacido de la Virgen María, crucificado, sepultado, resucitado, sentado a la derecha del Padre. Es por Él, por su vida, su muerte y su resurrección por lo que no lloramos como los que no tienen esperanza y por lo que, confiados, encomendamos a Antonin Scalia a la misericordia de Dios.
La Escritura dice que Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre, y esto nos indica un buen camino para nuestros pensamientos y oraciones aquí, hoy.
Efectivamente, miramos en tres direcciones: al pasado, con gratitud; al presente, pidiendo; y a la eternidad, con esperanza.
Miramos a Jesucristo ayer, es decir, al pasado, con gratitud por las bendiciones que Dios le concedió a nuestro padre. La semana pasada muchos han relatado lo que nuestro padre hizo por ellos. Pero aquí, hoy, nosotros contamos lo que Dios hizo por nuestro padre, cómo lo bendijo.
Damos gracias ante todo por la muerte purificadora y la resurrección vivificadora de Jesucristo. Nuestro Señor murió y resucitó no sólo por todos nosotros, sino también por cada uno de nosotros. Y nosotros ahora miramos al pasado de su muerte y de su resurrección y damos gracias porque Él murió y resucitó por nuestro padre.
Además, le damos gracias porque le dio una nueva vida en el bautismo, lo alimentó con la Eucaristía y lo sanó con la confesión.
Le damos gracias porque Jesús le concedió 55 años de matrimonio con la mujer que amaba, una mujer que lo seguía en cada paso y lo consideraba responsable.
Dios bendijo a nuestro padre con una profunda fe católica: la convicción de que la presencia y el poder de Cristo continúan en el mundo hoy a través de Su cuerpo, la Iglesia. Amaba la claridad y la coherencia de la enseñanza de la Iglesia. Atesoraba en su corazón los ritos de la Iglesia, especialmente la belleza de su culto antiguo. Confiaba en el poder de sus sacramentos como medio de salvación, como acción de Cristo dentro de él para su salvación.
¡A pesar de que una vez, un sábado por la tarde, me regañó por haber estado en el confesionario esa misma tarde! Y si hay algún abogado presente, espero que le sirva de consuelo saber que el alzacuellos no era un escudo contra sus críticas.
La cuestión esa tarde no era el hecho de que yo hubiera estado confesando, sino de que se dio cuenta de repente de que estaba haciendo fila delante de mi confesionario. Rápidamente se fue. Como me dijo más tarde: “¡Para nada me confieso yo contigo!”
El sentimiento era mutuo. (Risas)
Como es bien conocido, Dios bendijo a papá con un gran amor a su patria. Él sabía bien hasta qué punto fue difícil la fundación de nuestra nación. Y vio en esa fundación, como en los fundadores mismos, una bendición, una bendición que se pierde cuando la fe es apartada de la plaza pública, o cuando rechazamos llevarla a ella. Él entendió que no hay conflicto entre amar a Dios y amar a la patria, entre la fe y el servicio público. Papá entendió que cuanto más profundizase en su fe católica, mejor ciudadano y servidor público sería. Dios lo bendijo con el deseo de ser un buen servidor de la patria porque, antes, lo era de Dios.
Los Scalia, sin embargo, damos gracias por una bendición particular concedida por Dios. Dios bendijo a papá con el amor a su familia. Nos ha emocionado leer y escuchar tantas palabras de alabanza y admiración hacia él, hacia su inteligencia, sus escritos, sus palabras, su influencia…
Pero lo más importante para nosotros -y para él- es que él era papá. Era el padre que Dios nos dio para la gran aventura de la vida familiar. Sin duda a veces olvidaba nuestros nombres o los confundía… ¡pero es que éramos nueve! (Risas.)
Él nos quería y procuraba mostrar ese amor. Y quería compartir la bendición de la fe, que veía como un tesoro. Y él nos dio unos a otros, para que nos apoyásemos mutuamente. Es el mayor bien que los padres pueden dar, y precisamente ahora les estamos especialmente agradecidos por él.
Así que miramos al pasado, al Jesucristo de ayer. Recordamos todas estas bendiciones, y honramos y glorificamos al Señor por ellas, porque son Su obra. Miramos a Jesús hoy, en petición, para el momento presente, aquí y ahora, como lloramos a alguien a quien queremos y admiramos, cuya ausencia nos duele. Hoy rezamos por él. Rezamos por el descanso de su alma. Agradecemos a Dios su generosidad con papá porque es justo y necesario. Pero también sabemos que, aunque papá creía, lo hacía imperfectamente, como el resto de nosotros. Él buscaba amar a Dios y al prójimo, pero como el resto de nosotros lo hacía imperfectamente.
Era un católico practicante: “practicante” en el sentido de que no era perfecto. O, mejor aún, de que Cristo aún no lo había hecho perfecto. Y sólo aquellos a quienes Cristo perfecciona pueden entrar en el cielo. Estamos pues aquí para elevar nuestras oraciones por ese perfeccionamiento, por esa obra final de la gracia de Dios, y para liberar a papá de toda carga de pecado.
Pero no soy yo quien lo dice. Papá mismo, y no es sorprendente, tenía algo que decir al respecto. Escribiendo hace años a un ministro presbiteriano cuyo servicio funerario admiraba, resumió muy bien los inconvenientes de los funerales y por qué no le gustaban los panegíricos: “Incluso si el muerto era una persona admirable, es más, precisamente si el muerto era una persona admirable, elogiar sus virtudes puede hacernos olvidar que estamos pidiendo y dando gracias por la inexplicable misericordia de Dios hacia un pecador”.
Él no habría hecho ahora una excepción consigo mismo. Así que estamos aquí, como él quería, para pedir la misericordia inexplicable de Dios hacia un pecador. Hacia este pecador, Antonin Scalia. No le mostremos un falso amor y no consintamos que nuestra admiración lo prive de nuestras oraciones. Sigamos mostrándole cariño y haciéndole un bien rezando por él: que toda sombra de pecado sea lavada, que todas las heridas queden sanadas, que él sea purificado de todo lo que no sea Cristo. Y que así descanse en paz.
Finalmente miremos a Jesús para siempre, en la eternidad. O mejor, consideremos nuestro propio lugar en la eternidad y si será con el Señor. Aunque estemos rezando para que papá entre pronto en la gloria eterna, debemos preocuparnos de nosotros mismos. Cada funeral nos recuerda qué delgado es el velo entre este mundo y el venidero, entre el tiempo y la eternidad, entre la oportunidad de la conversión y el momento del juicio.
Así que no podemos irnos de aquí sin cambiar. No tiene sentido celebrar la generosidad y la misericordia de Dios hacia papá si no estamos atentos y sensibles a esas realidades en nuestra propia vida. Todos debemos permitir que este encuentro con la eternidad nos cambie, nos aleje del pecado y nos lleve a Dios.
El dominico inglés Bede Jarrett lo dijo con gran belleza en su oración: “¡Oh, poderoso hijo de Dios, mientras preparas un lugar para nosotros, prepáranos también para ese lugar feliz, y que estemos contigo y con aquellos a quienes amamos por toda la eternidad!”.
Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre.
Queridos amigos, eso es también la estructura de la misa, la mayor oración que podemos ofrecer por papá, porque no es nuestra oración, sino la oración del Señor. La misa mira a Jesús ayer. Llega hasta el pasado -hasta la Última Cena, la crucifixión y la resurrección- y hace presentes esos misterios y su poder sobre este altar. Jesús mismo se hace presente aquí hoy bajo las especies de pan y vino para que podamos unir todas nuestras oraciones de acción de gracias, de tristeza y de petición a la de Cristo mismo como ofrenda al Padre. Y todo esto con una visión de eternidad, estirándose hacia el Cielo, donde esperamos un día disfrutar de esa perfecta unión con Dios mismo y ver de nuevo a papá y, con él, regocijarnos en la comunión de los santos.
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