El árbol de la vida es, de entrada, una extraordinaria reflexión sobre el sufrimiento humano, sobre la tragedia insoportable que te obliga a preguntar “por qué” durante el resto de tus días.
Pero es -también y sobre todo- la delicadísima oración de una madre con el corazón en carne viva. Aunque solo la he visto una vez, juraría que su asombroso guión está inspirado en Platón, San Agustín, Pascal… El Platón que reduce todo el quehacer filosófico a una meditación sobre la muerte. El Agustín del fecisti nos ad Te, Domine… El Pascal abrumado por la inmensidad del Universo, agazapado en un rincón del Cosmos, que solo reconoce dos tipos de personas razonables: las que aman a Dios de todo corazón porque le conocen, y las que le buscan de todo corazón porque no le conocen.
Lejos de Stephen Hawking y a años luz del radical Richard Dawkins, Terrence Malick no presenta a los seres humanos como primates que han evolucionado al azar, en un mundo donde solo les espera la muerte. Ha logrado, por el contrario, una película de factura perfecta y belleza apabullante, imposible de apreciar en pantalla pequeña. Una sinfonía de imágenes armada sobre el guión de un doctor en Filosofía por Harvard, capaz de enfrentar con solvencia las inmensas y eternas preguntas de todo ser humano.