A nadie en su sano juicio se le ocurre defender la violencia de género como un derecho del maltratador, y menos del asesino. Sin embargo, muchos de los que claman contra esa violencia injustificada –entre los que se cuentan casi todos nuestros líderes políticos- defienden el derecho de la madre a liquidar al hijo que lleva en su vientre. ¿No es esto una macabra perversión de la lógica? Francisco J. Contreras, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla, analiza ésa y otras incoherencias en el artículo que reproduzco:
Miseria del voto útil
Según una encuesta de 2014, un 50.2% de los españoles se oponían a la ley de aborto libre aprobada por Zapatero en 2010, prefiriendo el retorno a una ley de supuestos; entre ellos, muchos querrían la introducción de mecanismos que garanticen que la ley de supuestos no se convierta de nuevo en el coladero que fue entre 1985 y 2010. Pero ese 50% de españoles va a votar el próximo 20-D, bien al PP, que ha incumplido clamorosamente su promesa de derogar la ley abortista del PSOE, bien a Ciudadanos, que defiende abiertamente el aborto libre en las primeras 14 semanas, junto a otras lindezas como el cambio de sexo para los menores, la legalización de la marihuana y de la prostitución o la regulación de los ‘vientres de alquiler’.
Las encuestas acreditan que un 40% de españoles estiman que el sistema autonómico ha llegado demasiado lejos con sus 17 taifas despilfarradoras, y se muestran partidarios, bien de su eliminación, bien de la devolución al Estado de competencias como la educación o la sanidad. Pero volverán a votar al PP, un partido que rechaza frontalmente el cuestionamiento del modelo autonómico y que no cumplió su promesa de garantizar el derecho a la educación en castellano en Galicia, Valencia y Baleares. O a Ciudadanos, que habla de “clarificar el sistema autonómico elaborando un listado de competencias exclusivas del Estado y competencias de las CCAA”. Pero ese listado ya existe: artículos 148 y 149 de la Constitución. Ciudadanos elude un posicionamiento nítido sobre la cuestión de si debe reducirse el poder autonómico.
Cientos de miles se manifestaron en tiempos de Zapatero contra el matrimonio gay, el divorcio exprés, la sectaria Ley de Memoria Histórica, la negociación con la ETA, la Educación para la Ciudadanía, la legislación miscelánea que, so capa de “promover la igualdad”, adoctrina a niños y adultos en la ideología de género. Sin embargo, la gran mayoría de aquellos manifestantes van a volver a votar al PP, el partido que no ha derogado una sola de esas leyes de ingeniería social, y que ha asumido el acuerdo de Zapatero con la ETA, manteniendo a Bildu en las instituciones. El partido que, con mayoría absoluta, no ha aprobado una sola medida significativa de apoyo a la familia o a la natalidad. Votarán por el gobierno cuyo Ministerio de Sanidad ha publicado el documento Abrazar la diversidad, donde se nos explica que “frente a los argumentos que sostienen que lo natural es la heterosexualidad, los hechos muestran que lo natural es la diversidad sexual”, que “todos hemos sido socializados en la homofobia y la transfobia”, y se aconseja a los profesores: “invita a personas abiertamente gays, lesbianas o transexuales a tus clases o al claustro para acompañar un proyecto educativo”. Y los que estén ya hartos del PP, votarán a Ciudadanos, el partido del cambio de sexo a menores.
Finalmente, aunque España sea el país más socialista de Europa, al menos un 20% de personas estiman que la salida de nuestro estancamiento económico está en la dirección de la rebaja fiscal, el aligeramiento del peso del Estado, la reducción de trabas burocráticas a la libre empresa y la flexibilización del mercado laboral. Sin embargo, van a votar al PP, el partido que prefirió subir brutalmente los impuestos antes que reducir gasto público; el partido bajo cuya gobernación España ha retrocedido cuatro puestos en el ranking mundial Doing Business de libertad económica y facilidades para la inversión. O bien a Ciudadanos, que se proclama socialdemócrata y propone unos complementos salariales que distorsionarán el mercado de trabajo y dispararán el gasto público.
Y el caso es que existe un partido pro-vida, pro-familia y pro-natalidad; un partido que defiende sin ambages el adelgazamiento del Estado (especialmente, mediante la reducción del poder autonómico) y la liberalización económica. Es Vox. Pero los millones de españoles pro-vida, pro-familia, anti-autonomistas y/o pro-mercado no lo van a votar, según las encuestas. La explicación no es el masoquismo masivo, sino el ‘voto útil’. Está estrechamente relacionada con la obsesión por “no tirar el voto”, que se traduce en apoyo a los partidos que parecen tener posibilidades claras de representación parlamentaria.
El voto útil es una falacia lógica. Las consideraciones de utilidad tendrían sentido en un electorado muy reducido, en el que mi voto podría decantar la mayoría en una u otra dirección. Pero mi voto es una gota de agua en el océano. Mi influencia en el resultado electoral es infinitesimal: tan próxima a cero que, con criterios puramente pragmáticos, no se justificaría ni el pequeño esfuerzo de desplazarse a las urnas.
Lo racional desde un utilitarismo descarnado sería la abstención. Por tanto, no votamos por razones de utilidad, sino por razones morales: para mostrar nuestro compromiso con ciertas ideas, para expresarnos ideológicamente. Pero, si esto es así, lo racional es votar lo más coherente con nuestras convicciones. El ‘voto útil’ es una contradicción en los términos: todo voto es inútil. La ‘utilidad’ de un voto entre 25 millones es insignificante.
Pero el voto útil es también una enfermedad moral. “No querer tirar el voto” es una excusa para la claudicación ideológica, para la dimisión en la siempre incómoda defensa de posturas contra corriente. Es patético el entusiasmo de los españoles por acudir en auxilio del vencedor; los atisbos de subida de Ciudadanos en las encuestas se convirtieron rápidamente en profecía autocumplida: todos quieren sumarse al partido que se dice que sube. Y todos evitan apoyar al partido minoritario, escarnecido por las encuestas como friki y marginal. Todo el mundo busca el calor del rebaño, el confort gregario de pertenecer a un grupo grande, de estar con la mayoría.
La enfermedad del voto útil aqueja mucho más gravemente a la derecha que a la izquierda. La voto-utilitis nunca ha determinado una concentración total del sufragio en el PSOE: durante décadas, un número suficiente de electores de izquierdas han tenido el coraje y la coherencia necesarios para mantener viva a IU (aunque era más “útil” votar al PSOE). Recientemente, el votante de izquierdas ha demostrado el coraje electoral de apostar por un partido “inútil” como Podemos, y su audacia se ha visto recompensada por su rápida transmutación en un partido “útil”. Y es que el votante de izquierdas cree de verdad en ciertos principios (equivocados, en mi opinión). Cuando considera que el partido mainstream los traiciona, emigra a nuevas opciones.
¡Ojalá la derecha tuviera esa gallardía! Lo que delata la voto-utilitis crónica en la derecha es un compromiso muy débil con las convicciones que supuestamente profesa el votante liberal-conservador. El conservador español se avergüenza de serlo: ha interiorizado el relato de la izquierda, que le adjudica el papel de villano histórico, nostálgico de dictaduras, defensor de inconfesables privilegios de clase y de rancios dogmas religiosos.
El conservador español sospecha que posiblemente tenga razón la izquierda, y que él después de todo no sea más que un carca insolidario, enemigo de la justicia social y temeroso de la libertad. El conservador español cree que el futuro pertenece a la izquierda, y que a lo más que puede aspirar la derecha es a minimizar los daños y ralentizar el inevitable desplazamiento de la sociedad hacia “el progreso”, hacia la izquierda.
Por eso está siempre tan dispuesto a escoger el mal menor. Por eso Vox seguirá en la marginalidad. Por eso el PP vencerá en las próximas elecciones (con el apoyo descarado, por cierto, de los medios de comunicación de la Iglesia). Por eso en las próximas Cortes, por primera vez en la historia democrática, no habrá un solo parlamentario que defienda la vida del no nacido.
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