El objetivo de este
libro, magníficamente traducido y editado, es doble: enseñar a los católicos la
grandeza incomparable de su fe, para que la vivan a fondo y se animen a mostrarla
a un mundo que necesita su testimonio. En ese sentido, los capítulos centrados
en la familia me han parecido de enorme interés y actualidad.
El autor, Scott Hahn, es
un marido atípico. Y no lo digo porque tenga seis hijos con Kimberly Kirk. Me
refiero a su trabajo como profesor de Teología y Sagrada Escritura en una
universidad norteamericana. Tampoco es habitual que un católico haya sido
durante años pastor protestante. Pero el rasgo que lo convierte definitivamente
en rara avis es su calidad como escritor, lograda a base de dominio del
lenguaje, amenidad y pedagogía. Para constatarlo bastaría con leer sus primeras
páginas, o las dedicadas a comparar el papel de la mujer entre los romanos
paganos y entre los romanos cristianos (págs. 92 a 97), basadas en el libro La expansión del cristianismo, del
sociólogo Rodney Stark.
Me voy a detener en el
cuadro que traza de la vida de la mujer –tanto la rica como la pobre- en el
antiguo Imperio Romano. Nada agradable, por cierto. Para empezar, muchas no
vivían más de un día, pues el mundo romano las veía como una carga, no como una
bendición. De manera perfectamente legal, alegando cualquier motivo, los padres
podían abandonar o asesinar a sus hijas recién nacidas. Datos arqueológicos corroboran
este inhumano privilegio patriarcal. Los censos de población indican que por
cada cien mujeres adultas había ciento cuarenta varones. En la ciudad de Roma
se han descubierto sumideros literalmente obstruidos con restos de recién
nacidos.
Las niñas romanas, después
de recibir poca o ninguna educación, eran casadas al llegar a la pubertad, a
menudo con hombres mucho mayores. La ley nunca les permitiría tener posesiones,
y su marido podía divorciarse en cualquier momento, sin alegar motivo alguno. Además
de compartirla con amantes y prostitutas, su esposo la podía obligar a abortar,
con tantas posibilidades de morir como de quedar estéril.
A diferencia de esa
infernal existencia femenina, a las mujeres cristianas del Imperio les iba
muchísimo mejor. Siguiendo las leyes del pueblo judío, las comunidades
cristianas prohibían tajantemente tanto el infanticidio como el aborto.
Prohibiciones similares condenaban el divorcio, el adulterio, las relaciones
contra natura y lo que hoy lamamos violencia de género. A los maridos se les
instaba a amar a sus mujeres “como Cristo amó a su Iglesia”. Por todo ello, el
cristianismo era sumamente atractivo para las mujeres, y mientras la Roma
pagana agonizaba, la Roma cristiana florecía.
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