lunes, 28 de mayo de 2018

Mayo del 68


Josemaría Carabante, autor de este breve ensayo, doctor en Filosofía del Derecho por la Complutense, profesor universitario, no se ciñe a las revueltas estudiantiles del 68. Se remonta a las causas filosóficas y sociológicas que impulsaron la protesta, y realiza un balance de sus consecuencias filosóficas, psicológicas y políticas. En realidad, no nos habla de un año, sino de un siglo: el siglo del 68.

La revuelta estudiantil de Mayo del 68, en París, escogió una retórica anarco-marxista para incriminar las instituciones democráticas y la cultura occidental. Los universitarios rechazaban en bloque la sociedad y la política del momento. Toda autoridad -estatal, familiar o docente- les parecía opresora. Toda norma -legal o moral- atentaba contra la libertad personal. Toda tradición –cultural, religiosa o artística- coartaba la autenticidad. Toda institución, en fin, parecía una camisa de fuerza.

Un año antes, al otro lado del Atlántico, los universitarios de Columbia protestaron contra el reclutamiento para Vietnam en el campus, mientras la ciudad de San Francisco se convertía en el paraíso de la contracultura con la convocatoria hippy del “verano del amor”. Se pedía libertad sexual y legalización de las drogas, vida errabunda en la naturaleza…

En todos los casos se trataba de una revolución sin programa. “Ya fuera con motivo del Vietnam, del autoritarismo o de la represión sexual, los manifestantes planteaban una enmienda a la totalidad del sistema”, sin proponer alternativa. Por contraste, al otro lado del Muro, los checoslovacos arriesgaban su vida reclamando un régimen como el que rechazaban los occidentales, y sus pretensiones eran ahogadas en la Primavera de Praga.   

¿Qué ha quedado del 68 después de medio siglo? No se hundió el sistema, pero triunfó una forma de pensar y vivir tejida con el rechazo a la tradición, el recelo ante la verdad, el deseo de autenticidad, la revolución sexual, el impulso libertario, el individualismo, el respeto acrítico a la diferencia… Nicolás Sarkozy, durante las elecciones francesas de 2007, identificó como herencia de del 68 la crisis moral de Francia, concretada en el relativismo, la erosión de la autoridad y el declive de la familia.

No parece que tal herencia sea muy positiva. Lipovetsky, presentado por Carabante como el más brillante y sagaz de los filósofos posmodernos, advierte que la pulverización de los patrones intelectuales y morales conlleva inexorablemente la más profunda apatía, la trivialidad y la indiferencia. Lo ha descrito en La era del vacío. 
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martes, 22 de mayo de 2018

El alma del mundo


Rialp apuesta por Scruton y acierta.

A Roger Scruton (1944) le apasionan el arte, la música, la filosofía, la religión, la política, la universidad, la biología, la neurociencia… Su enorme cultura le permite ser muy crítico con las modas y los tópicos intelectuales, y su brillantez oral y escrita le ha convertido en referencia intelectual obligada. 

En El alma del mundo sostiene que hay dos formas de abordar la realidad: desde la física y desde el sentido. Y argumenta que ni la ciencia, ni la música, ni la arquitectura, ni una simple sonrisa se explican por su base material. Aun cuando alcanzáramos la ciencia total de las causas, todavía necesitaríamos buscar el sentido de la vida, de la muerte y del mundo en su conjunto. Intuimos entonces un Creador, fuente de todo sentido, que ha de ser una persona con quien podamos relacionarnos. 

Más convincente nos parece Scruton cuando despeja la vía hacia Dios, y menos cuando llega a la meta, en la que tampoco se detiene mucho. Pero la fuerza y el interés de esta obra están precisamente en la bien argumentada defensa del pensamiento humanístico y de la verosimilitud de la fe, frente al craso positivismo que tantas veces se da por incontestable. Se trata de un empeño intelectual de Scruton a lo largo de muchos años. Por eso estas páginas son también una buena manera de entrar en contacto con un autor al que interesa conocer. 
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jueves, 22 de marzo de 2018

domingo, 18 de febrero de 2018

Etty en los barracones



Etty Hillesum y Osias Korman son personajes reales en Westerbork, un campo de concentración holandés durante la Segunda Guerra Mundial. Su delicado romance lo intuimos a través de las cartas y los diarios de la muchacha. Con esa valiosa documentación se construye esta novela, cuyo resultado es, al mismo tiempo, un instructivo paseo por la historia y una reflexión sobre la condición humana.

August 1942. The Nazis have already invaded Holland and the Westerbork refugee camp has become a concentration camp. Psychiatrist Dr. Osias Korman, a widower of Jewish origin, is the camp supervisor. He is the point of liaison with the camp administration and the areas Jewish Council, which itself is an intermediary between the Nazis and the civilian population in the occupied areas. The Council sends the nurse Esther Hillesum (Etty) to the camp.

Osias and Etty soon become friends, and their friendship turns into a deep love that Etty expresses in the letters she sends Osias during his frequent trips away from the camp ordered by the Jewish Council. This love is also manifested in the diary he writes to his son Daniel, who has lived in the United States since the start of the Second World War. At the end of the war, Dr. Korman discovers that Etty was not sent to the camp to be a nurse but, in fact, to help people...


CINCO PREGUNTAS AL AUTOR 

¿Quién es Etty Hillesum?


Una muchacha de Ámsterdam que nos recuerda a Ana Frank. Es judía, ha estudiado Derecho y Filología eslava, tiene 27 años y trabaja como enfermera en el campo de concentración de Westerbork.

¿Cómo la conoció?
Cayeron en mis manos sus cartas, editadas por Anthropos, y tuve claro que esa chica culta y sensible, con una vida de novela…, merecía una novela histórica.

¿Tan decisivas pueden ser unas cartas?
Sin duda. Sobre todo si la autora tiene una personalidad tan rica, vive en circunstancias especialmente dramáticas y te lo cuenta con estilo excelente. En las cartas, a través de sucesos cotidianos, se transparenta algo tan valioso como el buen humor de Etty, su empatía con los que sufren, y una asombrosa facilidad para la amistad.

¿Usted noveló hace años la vida de Julio César? ¿Por qué César y por qué Etty?
César me permitió hablar del sentido de la vida en los griegos y romanos más cultos. Etty, gracias a su sensibilidad y perspicacia, nos permite entender un mundo muy complejo, marcado a fuego por dos guerras mundiales y dos totalitarismos.

¿Es una novela de acción?
Es romántica más que otra cosa. Etty, enferma en Ámsterdam, escribe a Osias Korman, uno de los judíos que –igual que ella- organizan el campo sin ser prisioneros. Las cartas nos permiten suponer un delicado romance entre ambos.
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domingo, 4 de febrero de 2018

Tercios, Esparza

La historia es un objeto de estudio muy abierto. Se puede abordar desde la política, la economía, las instituciones, las ideas… José Javier Esparza, experto en historia militar, despliega en Tercios los dos siglos más intensos del Imperio español, desde los Reyes Católicos hasta Felipe V. Esparza lleva años entregado a reconstruir la identidad española a partir de la historia, y de ello dan testimonio libros como Asturias, Moros y cristianos, La Cruzada del océano.

Tercios resume los avatares que, a través de su ejército, vivió un imperio trenzado con los mimbres de la fabulosa expansión americana, los esplendores del Renacimiento y el Barroco, la Reforma luterana y una guerra inacabable contra los turcos, contra Francia, contra Inglaterra y en Flandes. Los tercios combatirán en gran parte de Europa y América, las islas Azores y Filipinas, pero se llamarán por antonomasia tercios de Flandes, pues la sublevación de lo que hoy conocemos como Bélgica, Holanda y Luxemburgo provocó una contienda que duró ochenta años. La necesidad de defender los extensos dominios de ultramar obligó a crear tercios destinados específicamente a la lucha marítima y dio lugar al nacimiento de la primera infantería de marina.
¿Por qué fueron, durante dos siglos, la mejor infantería del mundo? No solo por su valor, pues los hombres contra quienes luchaban también eran valientes. La superioridad –a menudo apabullante- que demostraron en el campo de batalla, tuvo que ver, sobre todo, con un patriotismo y una profesionalidad incomparables, como pusieron de manifiesto en su entrenamiento, disciplina, estrategia, innovación, logística y capacidad de sacrificio. No consideraban ni la posibilidad remota de ser derrotados, y ese complejo de superioridad minaba la moral del enemigo antes de entrar en batalla. Lograron una combinación perfecta de las picas y las armas de fuego. Fueron los primeros en utilizar los arcabuces como verdadero elemento de choque, y eso los hizo insuperables durante décadas.
Los tercios nacieron como ejército permanente del primer Estado moderno, cuando los demás estados europeos seguían siendo feudales y no tenían un ejército nacional. Los crea en Italia Gonzalo Fernández de Córdoba, para defender las posesiones de la Corona de Aragón, y sus victorias le llevarán a ser virrey de Nápoles. Pero nada nace de la nada. Si la infantería española dominó sin discusión los campos de batalla de Europa y América durante tanto tiempo, no fue por casualidad. España, con ocho siglos de Reconquista a sus espaldas, acumulaba tradición guerrera y una incomparable cultura militar.
Gonzalo de Córdoba, además de introducir eficaces innovaciones técnicas y tácticas, impuso una dura disciplina e inculcó en sus hombres un profundo orgullo personal y colectivo. Calderón de la Barca, soldado en los tercios, plasmaría en verso, muchos años después, ese acendrado estilo: Aquí la más principal / hazaña es obedecer, / y el modo cómo ha de ser / es ni pedir ni rehusar. / Aquí, en fin, la cortesía, / el buen trato, la verdad, / la firmeza, la lealtad, / el honor, la bizarría, / el crédito, la opinión, / la constancia, la paciencia, / la humildad y la obediencia, / fama, honor y vida son / caudal de pobres soldados; / que en buena o mala fortuna / la milicia no es más que una / religión de hombres honrados.
Cierta literatura presenta a esos hombres como gentes descreídas y cínicas, unidas por un fanático concepto del honor y la hermandad. Pero esa imagen es una típica traslación de la mentalidad contemporánea a hombres de otro tiempo. La realidad es que aquella España era profundamente religiosa, y lo eran especialmente los hombres de armas y los marineros, por el muy explicable hecho de que la muerte les rondaba más cerca.
Los tercios fueron unidades de 2.000 a 4.000 soldados, con un elevado porcentaje de voluntarios, donde un mando único coordinaba infantería, caballería y artillería. ¿Quiénes eran esos voluntarios? Entre los soldados españoles habrá de todo: jóvenes que nunca han salido de casa y veteranos de guerra, nobles y villanos, hidalgos y bachilleres, ricos y pobres, héroes y rufianes, intelectuales y gañanes… Pero todos iguales bajo las picas, en una democracia de la guerra parecida a la de sus abuelos. Hernán Cortés, por ejemplo, abandona sus estudios en Salamanca para enrolarse en Sevilla. En los tercios combatirán Calderón y Cervantes, Garcilaso y Lope de Vega. La paga es muy escasa, pero las oportunidades de ascenso y de gloria son grandes.
El mando supremo de un tercio lo ostenta el maestre de campo. La relación de maestres está repleta de nombres legendarios. Los más conocidos son el Gran Capitán, don Juan de Austria, el Duque de Alba, Alejandro Farnesio, Ambrosio Spínola y el cardenal-infante Fernando de Austria, hijo de Felipe III. Todos –famosos y desconocidos- protagonizan gestas admirables y –muy pocas veces- episodios lamentables, que Esparza nos ayuda a contextualizar. Ahí están las victorias de Mühlberg, Túnez y Viena, el sacco de Roma, Lepanto y la Armada Invencible, el asedio de Amberes, el milagro de Empel, la rendición de Breda, Ostende, Nördlingen, Rocroi, Dunquerque…
Las muchas anécdotas que amenizan las páginas de Tercios están a la altura de sus protagonistas, desde las cuentas del Gran Capitán hasta el París bien vale una Misa. Como botón de muestra, algo que sucede en Haarlem, en el invierno de 1572-1573. Tenaz asedio español, infructuoso. Muchas bajas. Cunde el desánimo. Varios capitanes proponen la retirada. Dirige el asedio Fadrique de Toledo, hijo del gran duque de Alba. No se atreve a contar a su padre lo que está pasando, pero el viejo guerrero se entera y de inmediato envía una carta a Fadrique. De padre a hijo, de jefe a subordinado, de soldado a soldado. Dice así:
Si alzas el campo sin rendir la plaza, no te tendré por hijo. Si mueres en el asedio, iré en persona a reemplazarte, aunque me halle enfermo y en cama. Si muero yo también, vendrá entonces tu madre desde España para hacer en la guerra lo que su hijo no ha tenido valor o paciencia para hacer.
No es preciso añadir que Haarlem cayó. Solo me queda subrayar que estamos ante un trabajo de excelente divulgación y notable amenidad, escrito en una prosa clara, precisa, viva y elegante.