Va usted en autobús y le endosan, con el sonido abierto, una película guarrilla. Usted pregunta al conductor si sabe lo que está poniendo. Respuesta negativa. De nuevo le pregunta si él escoge las pelis. Respuesta negativa. -¿Y podría usted quitarla y dejarnos leer, dormir, charlar o contemplar el paisaje? Ahora el conductor emite el consabido juicio salomónico: -A otros viajeros a lo mejor les gusta, y tienen derecho a verla.
El tipo sabe perfectamente que uno tiene derecho a ver una película cuando paga para entrar en una sala de cine, no cuando compra un billete para que le lleven de Burgos a Madrid. Usted se lo explica con paciencia y le pide amablemente el libro de reclamaciones. Él, entonces, apaga el vídeo, toma el micrófono y explica al autobús, lleno hasta la bandera, que es que un viajero se ha quejado. Quizá quiere provocar una bronca de los ultrasur, no estoy seguro.
¿Y qué sucede? Pues no sucede absolutamente nada, y el personal sigue dormitando, mascando chicle, hojeando una revista, hablando por el móvil y escuchando su música enlatada. ¿Ha sido usted un egoísta insolidario, un odioso inquisidor? Cuando Sócrates silbó a los actores de una obra de teatro obscena e interrumpió la representación, algunos espectadores le echaron en cara su actitud. Él se limitó a responder que, en ciertas cuestiones en las que nos jugamos la educación de los jóvenes, ser indulgente es ser imprudente. Usted, en el autobús, ha sido socrático sin saberlo.