martes, 28 de enero de 2014

Una historia de Pérez


 
No es eso, no es eso. El célebre rechazo de Ortega a la República cuadra muy bien a la serie de artículos de Pérez-Reverte sobre historia de España, en XL Semanal. Cuadra doblemente porque nos parece que tanto España como su historia brillan por su ausencia. La vida de las gentes y los países es mucho más que una suma de guerras y pendencias. En las citadas columnas echamos de menos las ideas, las artes, las letras, las ciencias, la economía, las formas de vida… En lugar de España, lo que aparece es un esperpento en forma de máquina de guerra, que tiene poco que ver con lo que nos han contado Menéndez Pidal, Sánchez Albornoz o Julián Marías; que tampoco coincide con las pinturas vivísimas de sus propios protagonistas, gentes de condición tan diversa como Jorge Manrique, Rojas, Santa Teresa, Bernal Díaz o los juglares de Mío Cid.

 Divulgar es simplificar de forma amena, no falsear. Afirmar que el tono de los siglos XIV y XV lo daban en la España cristiana, igual que en Italia y Francia, las ambiciones y arrogancia de la nobleza, el bandidaje, la injerencia del clero, las banderías y el acuchillarse por la cara, es desacreditarse tontamente. ¿Por qué no hay una sola línea para el esplendor del gótico en toda nuestra geografía; para los magníficos hospitales reales de Toledo, Santiago o León; para las catedrales de Burgos y Sevilla; para las universidades de Salamanca, Valladolid y Alcalá? ¿Acaso esos logros no dan también el tono de un país que se va a convertir, durante más de un siglo, en la mayor potencia del mundo?

 Se puede y se debe desmitificar, y en eso coincido con Pérez-Reverte. Pero sin necesidad de degradar. No era necesario llamar bicho a la reina Isabel, ni fulano al Cid, ni perfecto hijo de puta a Álvaro de Luna, ni niño pijo mallorquín a Ramón Llull. Ni cantamañanas al lector que discrepa, por supuesto. ¿Se tiene más razón cuando se grita o se insulta? Un escritor consagrado, como cualquier persona, tiene derecho a estar cabreado con el mundo, a padecer una fijación anticristiana, a ver al hombre de cintura para abajo, movido solamente por el afán de placer, dinero y poder. Pero el cabreo, la miopía y los prejuicios son muy malos consejeros a la hora de escribir.