sábado, 30 de enero de 2010

La invención de Europa





El británico Christopher Dawson, uno de los mejores historiadores del siglo XX, escribía con una envidiable claridad. Al leer La construcción de Europa, pequeña joya editada por Rialp hace ya tiempo, aprecias cómo la herencia cultural de Grecia fue salvada y difundida por Roma; después, cuando Roma se hunde, el doble legado grecolatino es fielmente conservado y difundido en las escuelas monacales y catedralicias, únicas instituciones educativas durante muchos siglos. El fruto de esa incansable labor de pedagogía social será precisamente Europa. Por consiguiente, lo mismo que la Iglesia Católica inventa el Románico y el Gótico, el Gregoriano, el Camino de Santiago y la Universidad, también inventa Europa. Puede parecer una conclusión increíble, pero es rigurosamente histórica.


domingo, 17 de enero de 2010

Ana Frank en Haití



Tras el terremoto, la capital de Haití es un infierno iluminado por la condescendencia del sol. Por eso, si Dios tuviera cuello, algunos no dudarían en estrangularle ahora mismo. ¡Cómo es posible que haya permitido semejante catástrofe!


Sin embargo, otros –y lo escribo pensando en Eliot, Lewis, Teresa de Calcuta, Ernst Jünger, Frossard, Karol Wojtila o Chesterton-, después de haber sufrido en sus carnes los Haitís de Auschwitz, Hirosima, el Gulag soviético y las Guerras Mundiales, le consagraron sus inteligencias y sus corazones, sus afanes y sus días. Ya decía Viktor Frankl que el ser humano ha inventado las cámaras de gas y, al mismo tiempo, ha sido capaz de entrar en ellas con paso firme, musitando una oración.


Pienso también en criaturas como Ana Frank, tres años escondida con otros siete judíos, casi ratas en una madriguera. Pero en ese escondrijo Ana se enamoró de Peter, y el descubrimiento del amor inspiró en su Diario páginas maravillosas y afirmaciones inesperadas: "Mi vida aquí ha mejorado mucho, muchísimo. Dios no me ha dejado sola, ni me dejará". Una noche, antes de dormirse, le asalta el recuerdo vivísimo de Hanneli, una de sus mejores amigas, que había sido llevada por los nazis. Al día siguiente, la chiquilla escribe: “Dios me ha dado más de lo que merezco y, sin embargo, cada día me hago más culpable. Cuando pienso en los demás, me pasaría el día llorando. No me queda más que pedir a Dios el milagro de salvar aún algunas vidas”.


El 4 de agosto de 1944, policías de las SS detuvieron a los ocho escondidos, los separaron y los enviaron a campos de concentración. Relatos de supervivientes nos permiten sorprender algunas instantáneas de los últimos días de Ana Frank. La señora de Wiek la recuerda en Auschwitz, en la puerta del barracón, mirando el camino por donde se empujaba a un grupo de gitanas, completamente desnudas, hacia el horno crematorio. “Ana las seguía con los ojos, llorando. Y lloró también cuando desfilamos ante los niños húngaros, unos niños que esperaban desde hacía doce horas, desnudos bajo la lluvia, el turno para pasar a la cámara de gas. Recuerdo que me dio con el codo y me dijo: -Fíjate en sus ojos. Y lloraba, mientras a la mayoría de nosotras hacía ya mucho que se nos habían agotado las lágrimas. También la estoy viendo con la cabeza rapada y sus grandes ojos negros, sentada cerca de la cama de un chiquillo de doce años llamado David: Ana y él hablaban siempre de Dios". Y lo mismo harían en Haití.

miércoles, 13 de enero de 2010

Messi y la Evolución



Marta se queja porque lleva tres días estudiando la Evolución y no se aclara. Yo recuerdo Un gol como metáfora y le respondo que se fije en Messi, en esa vaselina que cuela el balón por la escuadra, ante la impotencia del portero. Cuando Leo dispara, el balón dibuja una parábola sobre la diagonal del área y acaba en la red. Del césped a la escuadra, toda esa trayectoria de 20 metros ha salido de una bota cargada de intención. Como escribía hace dos meses, sospecho que la trayectoria del Universo, iniciada en el Big Bang, también es el efecto de una vaselina cósmica, pletórica de fuerza y precisión. También supongo que la evolución de las especies, su infatigable caminar desde la célula procariota hasta el ser humano, ya estaba contenida en el inteligentísimo impulso biológico que recibió la primera bacteria.


Reconozco que el tema que trae a Marta de cabeza es en sí mismo peliagudo, hipercomplicado. De entrada, parece que la Evolución -o sea, la conexión filogenética entre todas las especies- es un hecho. Y el gran argumento que lo avala no es morfológico, sino bioquímico: el idéntico metabolismo de todas las formas de vida. Con otras palabras: no son los fósiles la prueba de la Evolución, sino el ARN y ADN presentes desde el principio de la vida. El problema surge porque, junto al hecho de la Evolución, encontramos el persistente enigma de su explicación. ¿Qué provoca la multiplicación de especies? ¿Solo las mutaciones al azar y la selección natural? ¿Tal vez la progresiva actualización de un programa insertado en las moléculas de la vida? ¿La combinación de ambas posibilidades? Me temo que nunca lo sabremos.


Por otra parte, como nos recordó Ortega, nuestro conocimiento de la realidad es siempre perspectivista. La biología, en concreto, estudia al ser humano desde su perspectiva, sin captar otros puntos de vista esenciales, que no son biológicos: además de mamífero, el ser humano es libre, sentimental, inteligente, económico, ético, estético, histórico, político, cultural… Por ello, más que biológica, la Evolución es una cuestión interdisciplinar en la que –como poco- concurren cuatro enfoques: el biológico, el filosófico, el teológico y el ideológico. Pero la vida es un fenómeno tan extraordinario que la biología, la filosofía y la teología están muy lejos de comprenderla, y la ideología ni siquiera se lo plantea, pues solo busca su manipulación.


Con frecuencia se invoca el azar a la hora de explicar la organización de la vida. Pero esa apelación es indemostrable, no es empírica, no puede ser objeto de ciencia y, sobre todo, va contra la evidencia del orden y regularidad que se observan en la naturaleza. “Algo que ciertamente no se nombra con la palabra azar rige estas cosas”, escribió Borges. Y, mucho más genial, Neruda se preguntaba: “¿Cómo saben las raíces que han subir a la luz? ¿Y cómo saben las estaciones que deben cambiar de camisa?”. La respuesta metafórica ya la adivinan ustedes: en las botas de otro Messi.

lunes, 11 de enero de 2010

NBA literaria


En el número 112 de la revista MERCURIO, Carlos Pujol escribe de forma insuperable sobre la excelencia de los clásicos. Recojo algunos de sus párrafos.


El renovado asombro

En una entrevista de la televisión, cuando preguntaron a Borges cuál era el libro suyo que recomendaba, él contestó –con la mirada perdida en lo más alto, sin ver, y sonriendo enig­máticamente entre oracular e irónico– : “No me lean a mí, lean a los clásicos”.


La palabra viene del latín “classicus”, que significaba ciudadano de primera ca­tegoría, y que ya en la antigüedad se apli­có a escritores ejemplares, que se pueden tomar como modelos. Los clásicos son, pues, escritores que se perpetúan, que se eternizan, se suce­den los siglos y a cada nueva generación se les descubre nuevos motivos de interés; son inagotables y también necesarios, uno comprende que sin ellos seríamos irremediablemente más pobres. Poseen el secreto de la eterna juventud, un mis­mo lector puede leer sus obras muchas veces, y en cada relectura encontrará en ellas, con renovado asombro, nuevas for­mas de verdad que se adaptan a cada uno de sus estados de ánimo.


El prototipo de los clásicos es natural­mente el viejo Homero, el más antiguo de la tradición occidental; pero a una distancia de veintiocho siglos, incluso leyéndolo en traducción, nos parece que como poeta ya lo había inventado todo, y que a menudo sus versos no admiten ser mejorados.


Tenemos que ver mundo con la imaginación. Y ahí están los maravillosos viajes que nos agrandan por dentro infini­tamente, y si es gracias a unos traductores, benditos sean. Quien no ha leído a Shakes­peare o a Emily Dickinson, a Balzac, Bau­delaire o Proust, a Dante, Leopardi o Dos­toievski, sabe muy poco de sí mismo. Hay momentos en los que es impres­cindible leer Guerra y paz o las Memorias de ultratumba, casi nos va la vida en ello. Esta convivencia nos enriquece y en ocasiones nos salva, no sólo por lo que nos dice – por lo que oímos en medio del silencio, que muchas veces es como se oye mejor–, sino también por cómo nos lo dicen, maravi­llosamente bien, de una forma irresisti­ble, persuasiva, deslumbrante.


¿Nombres todos antiguos? ¿Una colec­ción de muertos? Muertos no, cualquiera que haga la experiencia de estas lecturas capitales comprenderá que no pueden estar más vivos. Algo antiguos sí, como medida de precaución, porque los con­temporáneos fatalmente se equivocan, siempre ha ocurrido y sigue ocurriendo. Dentro de un siglo, ¿qué pensarán de nuestras glorias contemporáneas? Uno se atreve a suponerlo, pero se guarda mucho de proclamarlo urbi et orbe. A comienzos del XIX, todos los españo­les sabios y enterados estaban seguros de que Quintana era un poeta genial, quién lo diría. Y unas décadas después el mismo convencimiento señalaba a Campoamor y Núñez de Arce, y el propio Clarín ponía por las nubes Dolores, de un tal Balart. Y recordemos que en 1901 el primer premio Nobel de Literatura (empezamos bien) re­cayó en Sully-Prudhomme, la más com­pleta y pomposa de las nulidades, justa­mente olvidado.


Hay tanto para elegir que es una bobada preci­pitarse con la excusa de que hay que estar al día. Demos la razón a Borges, leamos a los clásicos y hagámoslo con libertad, arrebato y desenfado, sin temor reve­rencial, porque ellos escribían primor­dialmente para que alguien los leyese, alguien como nosotros. Y a ser posible, aunque eso ya es mucho pedir, con crite­rio y sensibilidad, que es lo que deberían enseñar en las escuelas.

miércoles, 6 de enero de 2010

Leonor de Aquitania



Cualquier novelista sabe que la vida supera a la ficción. También lo sabe cualquiera que haya leído una buena biografía, desde las paralelas de Plutarco. Y así lo ratifica Leonor de Aquitania, obra maestra de Régine Pernoud, en la excelente edición de Acantilado.


Porque la duquesa de Aquitania –señora de la hermosa tierra que se extiende entre el Garona y los Pirineos- será reina de Francia durante nueve años, reina de Inglaterra durante medio siglo, madre de Juan Sin Tierra y de Ricardo corazón de León, tan protagonista del la historia de sus reinos como sus hijos y esposos, como el canciller Thomas Beckett y San Bernardo, como el abad Suger y los templarios. Leonor, femenina y muy guapa, ambiciosa y enérgica, aventurera y culta, musa de los trovadores, reina y madre por encima de todo, está en el centro de un ruiquísimo friso que nos permite contemplar y entender -a través de la inmensa sabiduría de Pernoud- uno de los tramos más complejos y apasionantes de la historia de Europa.


Igual que el siglo XII, la vida de Leonor rebosa de episodios novelescos, entre los que destacan sus ceremonias de coronación; la participación en la segunda Cruzada; una frustrada tentativa de rapto; la separación de Enrique Plantagenet a causa de la bella Rosamunda; la década de arresto domiciliario, tras ser capturada por Enrique, cuando viajaba disfrazada de escudero; las muertes de sus dos esposos y de ocho de sus diez hijos; el paso de los Pirineos hacia Burgos, cuando ya tiene ochenta años y es invierno; su defensa del castillo de Mirebeau, donde ha sido sitiada por uno de sus nietos…


Por su ritmo narrativo, por el vigoroso retrato de los protagonistas, por la inteligente exposición de la compleja coyuntura histórica, Leonor de Aquitania me ha parecido una biografía insuperable, al nivel del Julio César de Carcopino, del Hernán Cortés de Madariaga, del Tomás Moro de Vázquez de Prada. En ocasiones, el lector podrá cansarse con la profusión de personajes, castillos, poblaciones y territorios que desconoce, pero será el pequeño precio que habrá de pagar por una historia donde abundan las páginas antológicas. Y, al cerrar el libro, ese mismo lector apreciará uno de sus benéficos efectos colaterales: que Régine Pernoud, con su certera pintura de la Edad Media, pone en evidencia la tomadura de pelo de los pilares de Ken Follet. Mucho más respetuosa con esa realidad, la película El león en invierno nos permite ver siempre a Enrique y Leonor bajo el semblante de Peter O’Toole y Katharine Hepburn.