Hace poco publiqué una novela sobre un preso: Van Thuan, libre entre rejas. Cuenta la historia de un vietnamita que, sin juicio ni sentencia, fue detenido y pasó trece años de cautiverio, nueve de ellos en régimen de aislamiento total. Aquel hombre vivió el milagro de convertir su celda en paraíso y de amar de tal modo a sus carceleros, que cambiaban de vida. Cuando conocí esta novela de aventuras, necesité indagar en cuál era su secreto y, si lo encontraba, quería contarlo. Desde el minuto uno del proyecto planteé a la editorial que, si lograba llegar a término, quería presentar el libro en cárceles.

Después de cinco años investigando, interrogando testigos y viviendo mi propio proceso espiritual a la par que escribía, el libro vio la luz. Por el camino, me di cuenta de que tan importantes son las rejas de una cárcel como las prisiones interiores que tenemos muchos que vivimos en aparente libertad. Por eso, también, accedí a contar esta historia en centros de cultura, librerías, escuelas… Pero mi vista seguía puesta en las cárceles.

Pensaba que era más fácil obtener permisos para entrar a presentar un libro. Pero no ha sido un camino fácil. Sin embargo, lo que he recibido ha superado con creces el desgaste de los obstáculos. Incluso el buen Dios, que tiene mucho sentido del humor, escuchó mi oración. Era consciente de que entraba en un templo de sufrimiento y le imploré poder atravesar el umbral descalza. Él permitió que sonaran mis botas en el detector de metales y me las tuviera que quitar para pasarlas por el escáner.

Nunca antes había entrado en una prisión. Tuve la fortuna de ir respaldada por la oración de muchos amigos, de otros presos y de personas enfermas. También acudía físicamente flanqueada por mi marido y por voluntarios de pastoral penitenciaria: personas que cada semana prestan su rostro, sus manos, su sonrisa, su tiempo, a Dios… para visitar a Jesús preso. Me encontré con el recibimiento de una funcionaria, encargada del área sociocultural, que había preparado café y traía un bizcocho hecho por su marido. Con ella, los internos habían decorado toda la sala llenándola de carteles de bienvenida, con una foto de mi cara sacada de internet y (multiplicado por todos sitios) el subtítulo del libro: “libre entre rejas”.

Tuve el privilegio de poder contar la historia del protagonista a decenas de presos que miraban absortos, con ojos sedientos y con un alma rebosante de gratitud. Además de contextualizar históricamente el relato, hablamos a corazón abierto de cómo nos acostumbramos a pensar que la libertad es tener muchas cosas; con algo suerte, a veces logramos quedarnos en que somos lo que hacemos (nuestros éxitos, los “me gusta”, el ridículum vitae…); hasta que el sufrimiento extremo nos hace enfrentarnos a lo que somos. Y, paradójicamente, en esa desposesión absoluta es cuando es más fácil llegar a lo esencial: nuestra felicidad depende de ser amados y de amar. Van Thuan, en el peor momento de su cautiverio, descubrió que ya no le quedaba NADA y que, sólo entonces, era cuando Dios (Amor inagotable) podía ocuparse de TODO lo suyo (incluso de darle la fuerza para perdonar y amar a quienes le castigaban injustamente). Su vida cambió, hasta el punto de poder considerar la cárcel como un regalo.

Los internos hicieron preguntas, pusieron sus pegas, apostillaron lo que deseaban, en un clima de máxima franqueza. También manifestaron su agradecimiento con palabras y con regalos hechos por ellos mismos (un cómic entrañable, un ramo de flores silvestres y otro centro de flores hecho con papiroflexia, y un libro-regalo para que lo lleve de su parte a los internos de la cárcel de Barcelona cuando presente allí el libro el día de San Jordi). Mi marido, que es cantautor, les interpretó una canción inspirada en una oración de Van Thuan entrelazada con un estribillo que corea el subtítulo del libro. Yo hacía las voces de adorno y los presos daban palmas. Fue un momento precioso.

Llegaba la hora de su cena. Al terminar, me fui a la puerta.  Ignoraba las normas y los funcionarios me temo que se quedaron tan cortados que no supieron frenarme. Desconocía que se desaconseja abrazarles, pero quería despedirles uno por uno, por su nombre; deseaba darles un abrazo y un marcapáginas que les había preparado con una frase del libro que está preñada de esperanza. Cada mirada, cada agradecimiento, cada promesa de que iban a rezar por mí y por los lectores del libro, eran una bendición inmerecida.

No soy quién para cuestionar la sabiduría de la Iglesia. Pero hoy sé que la obra de misericordia no es visitar a los presos sino dejarse visitar por Jesús en ellos. Los débiles, los enfermos, los aprisionados nos hacen un regalo impagable: logran romper las cadenas de nuestro egoísmo y sacan lo mejor que tenemos. Puedo afirmar sin titubeos que abrazar a Jesús, preso y sufriente, es uno de los mejores dones que uno puede recibir en este mundo.

Como escritora, como mujer que cree en un Dios que ES Misericordia, me siento profundamente indigna del regalo que gocé ayer. Y me conmueve hasta las entrañas saber que muchos lectores se van a beneficiar de ese sufrimiento convertido en oración. Nos comprometimos a que recibirán un ejemplar para la biblioteca de cada módulo y volveré en primavera a hacer un coloquio con más sustancia y más preguntas concretas. ¿Se puede pedir más?

Una funcionaria sacó fotos. Yo prefiero no publicarlas, por respeto a aquel momento de intimidad. Sí tengo un recuerdo precioso. Unos días antes, en medio de la llovizna fría de Pamplona, fui a indagar la ruta, a explicarle a mi hijo de cinco años cuál era la próxima aventura del libro, y a abonar el camino rezando con él. Esa es la mejor foto.

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Fotografía cortesía de Hervé Alústiza