Sobre la más cruel de nuestras guerras se ha escrito muchísimo, pero no conozco nada parecido a este testimonio de Plácido Gil Imirizaldu. El muchacho narra las vicisitudes que precedieron al martirio salvaje de los monjes, acusados absurdamente de esconder un arsenal entre las paredes del monasterio. Pero no espere el lector –decía Prada- una narración truculenta, porque encontrará una mirada pudorosa, llena de serena piedad, la misma que el adolescente descubrió en los monjes de su comunidad, con quienes compartió cárcel en las vísperas de su martirio. Las páginas dedicadas a las postrimerías de aquellos hombres fortalecidos por la oración y los sacramentos, que caminan hacia la muerte como quien se dirige a una fiesta, son de una profunda emoción. Después vendrá el trabajo de camarero entre los milicianos. Más tarde, Caspe, bajo los bombardeos de la aviación franquista. Por último, el muchacho es acogido como un hijo en una familia de payeses de la comarca de Urgel.
Hay que reconocer que el libro tiene una portada sin gracia, pero su contenido es un tesoro. Y si es frecuente enfrentarse a la Guerra Civil con fuertes prejuicios, este relato bien podría desactivar el más recalcitrante de esos esquemas previos. Además, nuestro joven protagonista es un modelo de equilibrio, madurez y simpatía. Debo añadir que, para quien piense que Umberto Eco o Kent Follet, en sus dos novelas más famosas, han reflejado con veracidad la vida monástica, la lectura de este libro le deparará una buena sorpresa.