jueves, 7 de abril de 2011

Urga y 12



La pértiga con lazo que usan los mongoles para conducir sus rebaños a caballo se llama “urga”. De ese aparejo toma el nombre la hermosa película que nos cuenta la vida de una familia de pastores -padres, niños y abuela- en la estepa de Mongolia, un vasto territorio entre Rusia y China. La plácida rutina diaria, en medio de una naturaleza grandiosa, se ve alterada por la irrupción de lo que a menudo llamamos progreso, y genera una tensión narrada con tanto lirismo como sutileza.

“Urga” pudo conquistar el Oscar a la mejor película en lengua no inglesa, y ganó el León de Oro en la Mostra de Venecia, en 1992. Su guionista y director, Nikita Mikhalkov, pertenece a una familia de distinguidos artistas rusos, estudió interpretación en el Teatro del Arte de Moscú, y dirección en la Escuela estatal de Cinematografía, dirigida por Andrei Tarkovsky. Le conocí y me impactó hace dos años, cuando vi “12”, esa película en la que 12 rusos, miembros de un jurado, deben decidir si un joven checheno de 18 años es culpable del homicidio de su padrastro.


Al igual que en "Doce hombres sin piedad" (12 angry men, Lumet), la acción no va más allá de las deliberaciones del jurado. Pero en el guión de Mikhalkov todas las palabras acaban hablando con sinceridad de la vida y el alma de los presentes, de sus heridas mal cicatrizadas y de una Rusia postrada por las secuelas de casi un siglo de comunismo: odios étnicos, corrupción institucional, desigualdades sociales, desestructuración familiar. Al final nos queda la impresión de haber recibido una profunda y polifónica lección de humanidad, narrada con singular maestría por un director que lleva en su batuta la interpretación sobresaliente de 12 solistas.

Este tipo de cine nos ayuda, sin duda, a comprender la complejidad de la condición humana. Y eso, para los tiempos que corren, ya es mucho. Nos hace ver que la vida presenta, por lo menos, mil caras. ¿Y qué hace, frente a ellas, toda obra de arte? Selecciona una y la recrea con belleza. Se concentra en un punto, lo enfoca y lo convierte en muy interesante, revelador, emocionante. Sí, toda obra de arte –una gran pintura, un buen cuento, una película inolvidable- reproduce un pequeño aspecto de la inabarcable realidad y lo presenta con tal fuerza que nos conmueve y enriquece. Precisamente los griegos, tan lejos del arte por el arte, justificaron la representación por la emoción, la mímesis por la catarsis.