viernes, 5 de febrero de 2010

Katyn






Es una película de buenos y malos, como las de antes. Ya sé que este esquema ha resultado, a menudo, simplista, pero aquí hace plena justicia a una realidad donde juegan dos equipos perfectamente definidos: los asesinos y las víctimas. Para más señas, el comunismo stalinista y la nación polaca.


La historia va siendo conocida, y es uno de los episodios más tenebrosos de la Segunda Guerra Mundial. En la primavera de 1940, el Ejército Rojo asesina de un tiro en la nuca a los mejores intelectuales y militares polacos. Los 22.000 cadáveres fueron arrojados a las fosas comunes abiertas en el bosque de Katyn. Esos son los hechos. La intención de Stalin –que culpó de la matanza a los nazis- era decapitar a Polonia y enterrarla para siempre en esas zanjas.


Al ver Katyn quedan claras varias cosas: el apabullante talento cinematográfico de Andrzej Wajda; la perversidad diabólica del comunismo soviético; la asombrosa categoría de los polacos; el sospechoso silenciamiento de esta obra maestra, frente a la también sopechosa promoción de historias como la de Hipatia, estrenadas en España por las mismas fechas.


La matanza masiva de Katyn parece una desmesurada tragedia griega. En realidad, es algo mucho más profundo. Porque entre Grecia y Polonia apreciamos –gracias a la sutileza de Andrzej Wajda- la misma diferencia que encontramos entre Sófocles y Cristo.