Miguel Delibes agonizaba la madrugada de un viernes casi de primavera, en su casa de siempre, en Valladolid. Cuenta Juan Cruz, en El País, que reinaba un denso y respetuoso silencio entre los hijos y nietos que rodeaban al escritor. Hasta que Pepi, la mujer de Germán, grancanaria de nacimiento, tomó las manos de su suegro y le dijo en voz alta: —Miguel, estamos todos; te queremos mucho. Ahí rompió la familia a llorar. Y fue lo último que escuchó don Miguel, una gran verdad por otra parte, pues nunca estuvo solo el hombre al que la muerte de su mujer, Ángeles, dejó tan triste.
El sábado, los hijos y los nietos estaban conmovidos en la catedral. Acudió todo el mundo. Lo que había dicho Pepi se convertía en una verdad abrumadora, gracias a un gentío que, en su recogimiento, ofrecía a Delibes una despedida emocionante. Es raro ver a un hombre que solo escribía y paseaba por las calles de su pueblo, despedido como si fuera un héroe, al final de una batalla en la que no quiso hacer ruido. Andreu Teixidor, que fue su editor en Destino durante años, le definía como “una rara excepción en un mundo de opereta".