jueves, 27 de enero de 2011

El despiste de los sexólogos


La Federación Española de Sociedades de Sexología (FESS) ha criticado la educación sexual impartida en centros escolares con criterios morales y religiosos, en detrimento de una información objetiva y científica. De donde se deduce que la susodicha Federación anda un poco despistada sobre la educación sexual, desconoce lo que es la ciencia y no tiene mucha idea ni de moral ni de religión.

Por si eso fuera poco, la libertad ni la huele. De ahí que el Foro de la Familia esté desarrollando una amplia campaña de información sobre el ataque a la libertad de pensamiento que suponen las previsiones de los 11 primeros artículos de la ‘Ley del aborto’ en materia de educación sexual. Para ello ha creado un Observatorio sobre el Adoctrinamiento de Género (OAG) que recoge las inquietudes de los padres de familia y encauza las demandas o denuncias judiciales que procedan cuando, en la escuela, o por cualquier otro medio, se intente desde la Administración imponer una determinada visión de la sexualidad. Pues eso.

viernes, 21 de enero de 2011

Un adolescente en la guerra



Saturados por una pleamar editorial bien nutrida de morralla flotante, un buen día tropezamos con un título que esconde una historia profunda, verdadera, inolvidable. Compré Un adolescente en la retaguardia después de leer el artículo que le dedicaba un deslumbrado Juan Manuel de Prada, y pienso, como él, que es uno de los libros más hermosos que he leído. Fue escrito por un benedictino octogenario, a quien el estallido de la Guerra Civil española pilló, con apenas quince años, en el monasterio de El Pueyo (Barbastro), donde cursaba sus estudios.

Sobre la más cruel de nuestras guerras se ha escrito muchísimo, pero no conozco nada parecido a este testimonio de Plácido Gil Imirizaldu. El muchacho narra las vicisitudes que precedieron al martirio salvaje de los monjes, acusados absurdamente de esconder un arsenal entre las paredes del monasterio. Pero no espere el lector –decía Prada- una narración truculenta, porque encontrará una mirada pudorosa, llena de serena piedad, la misma que el adolescente descubrió en los monjes de su comunidad, con quienes compartió cárcel en las vísperas de su martirio. Las páginas dedicadas a las postrimerías de aquellos hombres fortalecidos por la oración y los sacramentos, que caminan hacia la muerte como quien se dirige a una fiesta, son de una profunda emoción. Después vendrá el trabajo de camarero entre los milicianos. Más tarde, Caspe, bajo los bombardeos de la aviación franquista. Por último, el muchacho es acogido como un hijo en una familia de payeses de la comarca de Urgel.

Hay que reconocer que el libro tiene una portada sin gracia, pero su contenido es un tesoro. Y si es frecuente enfrentarse a la Guerra Civil con fuertes prejuicios, este relato bien podría desactivar el más recalcitrante de esos esquemas previos. Además, nuestro joven protagonista es un modelo de equilibrio, madurez y simpatía. Debo añadir que, para quien piense que Umberto Eco o Kent Follet, en sus dos novelas más famosas, han reflejado con veracidad la vida monástica, la lectura de este libro le deparará una buena sorpresa.

sábado, 15 de enero de 2011

flamenco entre bolcheviques


En 1917 el bailarín flamenco Juan Martínez y su mujer, Sole, están actuando en Rusia cuando estalla la revolución bolchevique. Sin poder salir del país, sufren en San Petersburgo, y luego en Moscú, Kiev y Odesa, los rigores de una convulsión que trastornó la historia del siglo XX. El gran periodista sevillano Manuel Chaves Nogales (1897-1944) -de la generación y la talla de Camba, Ruano y Pla- conoció a Martínez en París y decidió contar por escrito sus peripecias. Así nace El maestro Juan Martínez que estaba allí, una magnífica novela, una gran lección de historia, una crónica a la altura del mejor Kapuscinski.

De Martínez, protagonista y narrador, nos cautiva su relato integrado por mil historias amasadas con la bajeza y la nobleza inagotables del ser humano. Estamos ante un testigo nada politizado, especialista en mimetizarse con el caos y salir indemne de las situaciones más comprometidas. Juan y Sole son capaces, incluso, de vivir con cierto desahogo en medio del descoyuntamiento social más pavoroso, y de mantener sus principios y cierta dosis de humor a pesar del encanallamiento generalizado. Por todo eso nos conquistan

A diferencia de Lázaro de Tormes, la picardía de Juan Martínez no solo se enfrenta a un hambre atroz, sino a una maquinaria infernal, de la que logra escapar con vida en múltiples ocasiones memorables. Se trata, dirá, de “la época más azarosa de mi vida, una época de horror, como creo que no la ha habido nunca en el mundo ni volverá a haberla”. Si Lázaro es un perdedor que no deja de lamentar su negra suerte, Juan Martínez no pierde tiempo en quejarse, cambia de profesión cuando no queda otro remedio, emprende negocios rentables, hace amigos entre los nobles, entre los rojos, entre los judíos... Ni siquiera la comparación con Ulises le haría justicia, pues todas las artimañas del griego, para regresar a Ítaca, son un juego de niños si se comparan con los seis años que a Juan y a Sole les cuesta escapar del esperpento ruso.

Juan Martínez y Manuel Chaves nos regalan esta historia inolvidable escrita en un castellano terso y esencial, que apenas necesita adjetivos porque los hechos desnudos ya son sobrecogedores: “Había tanta hambre que cuando caía una caballería muerta en medio de la calle, los hombres, como chacales, se precipitaban sobre ella, y en quince minutos dejaban monda y lironda la osamenta de la bestia, como no lo hubiese hecho mejor una bandada de buitres”.

miércoles, 12 de enero de 2011

Calpurnia Tate



Rocaeditorial
me envía esta atractiva novela donde bullen siete hermanos con edades entre 5 y 17 años. Calpurnia, con 12, en medio de seis chicos. Viven en un pueblo de Texas, en una plantación algodonera de su propiedad. Van a entrar en 1900, convencidos –por el teléfono y el automóvil recién inventados- de cabalgar a lomos de un progreso imparable.

El abuelo, sabio naturalista, admite la colaboración de su nieta en su tarea investigadora, le contagia el asombro por la naturaleza, le enseña a tomar muestras y a llevar un control diario de los experimentos en el laboratorio. Así despierta en la niña el deseo de dedicarse a la ciencia y de estudiar en la Universidad. Por la atracción de ese sueño se le atragantan a Calpurnia las lecciones de bordado, cocina o piano que debe recibir, y cualquier otra tarea doméstica. Es una chiquilla vivaz, sensible, inteligente. Pero sus relaciones con su madre y su abuelo –a quienes la autora pinta, respectivamente, como mujer anticuada y educado científico- me parece que han sido planteadas desde una simplista oposición entre autoridad y libertad, religión y ciencia, tradición y progreso.

Las peripecias de los siete hermanos –en casa, en la escuela, en el pueblo- están narradas con maestría y confieren al relato un ritmo vivo y una gracia notable. De alguna manera, sin embargo, estamos ante una novela de tesis. Y no por la frivolidad de poner a Darwin por encima de Aristóteles, sino por una constante reivindicación feminista, encarnada de forma poco creíble en Calpurnia. En cualquier caso, los lectores jóvenes quedarán cautivados por la simpatía de la protagonista, y esa circunstancia ofrece una ocasión excelente para que una madre explique a una hija que –como escribió Chesterton- en su hogar, una mujer ha de ser decoradora, cuentacuentos, diseñadora de moda, cocinera, profesora, economista… Más que una profesión, desarrolla unas cuantas aficiones y todas sus cualidades. Por eso el hogar no hace a la mujer rígida y estrecha de mente, sino creativa y libre. En el caso que nos ocupa, alimentar, vestir y educar a una tropa aguerrida de niños no es precisamente una aburrida esclavitud, sino una tarea mucho más sacrificada, sutil y enriquecedora que dedicar la vida a clasificar saltamontes.

viernes, 7 de enero de 2011

¡Messori fumaba!




Escandalosa revelación. Ahora que el Gobierno ha expulsado a los fumadores a las tinieblas exteriores, me llega esta terrible confesión de Vittorio Messori:

"No tenía vicios secretos ni tampoco explícitos. Fumaba, pero todos en casa lo hacían, hombres y mujeres, y si yo no lo hubiera hecho, hubiera parecido un excéntrico. Eran, amigo mío, otros tiempos bien diferentes a los de hoy, estos tiempos nuestros de lo "sanitariamente correcto", de la persecución buenista e hipócrita por parte de una sociedad de esnifadores de cocaína, de consumidores de jeringuillas, de alcohólicos, de clientes de turismo sexual: todos ellos, edificantes cruzados contra el tabaco como vicio no elegante, propio de portorriqueños y de negros".

Acabo de leerla en la página 214 de un libro que lleva por título Por qué creo, y el tabaco me proporciona la excusa para hacerme eco de este extraordinario relato autobiográfico, a la altura de las grandes semblanzas de Lewis, Chesterton, Guitton o Frossard.