En el número 112 de
El renovado asombro
En una entrevista de la televisión, cuando preguntaron a Borges cuál era el libro suyo que recomendaba, él contestó –con la mirada perdida en lo más alto, sin ver, y sonriendo enigmáticamente entre oracular e irónico– : “No me lean a mí, lean a los clásicos”.
La palabra viene del latín “classicus”, que significaba ciudadano de primera categoría, y que ya en la antigüedad se aplicó a escritores ejemplares, que se pueden tomar como modelos. Los clásicos son, pues, escritores que se perpetúan, que se eternizan, se suceden los siglos y a cada nueva generación se les descubre nuevos motivos de interés; son inagotables y también necesarios, uno comprende que sin ellos seríamos irremediablemente más pobres. Poseen el secreto de la eterna juventud, un mismo lector puede leer sus obras muchas veces, y en cada relectura encontrará en ellas, con renovado asombro, nuevas formas de verdad que se adaptan a cada uno de sus estados de ánimo.
El prototipo de los clásicos es naturalmente el viejo Homero, el más antiguo de la tradición occidental; pero a una distancia de veintiocho siglos, incluso leyéndolo en traducción, nos parece que como poeta ya lo había inventado todo, y que a menudo sus versos no admiten ser mejorados.
Tenemos que ver mundo con
¿Nombres todos antiguos? ¿Una colección de muertos? Muertos no, cualquiera que haga la experiencia de estas lecturas capitales comprenderá que no pueden estar más vivos. Algo antiguos sí, como medida de precaución, porque los contemporáneos fatalmente se equivocan, siempre ha ocurrido y sigue ocurriendo. Dentro de un siglo, ¿qué pensarán de nuestras glorias contemporáneas? Uno se atreve a suponerlo, pero se guarda mucho de proclamarlo urbi et orbe. A comienzos del XIX, todos los españoles sabios y enterados estaban seguros de que Quintana era un poeta genial, quién lo diría. Y unas décadas después el mismo convencimiento señalaba a Campoamor y Núñez de Arce, y el propio Clarín ponía por las nubes Dolores, de un tal Balart. Y recordemos que en 1901 el primer premio Nobel de Literatura (empezamos bien) recayó en Sully-Prudhomme, la más completa y pomposa de las nulidades, justamente olvidado.
Hay tanto para elegir que es una bobada precipitarse con la excusa de que hay que estar al día. Demos la razón a Borges, leamos a los clásicos y hagámoslo con libertad, arrebato y desenfado, sin temor reverencial, porque ellos escribían primordialmente para que alguien los leyese, alguien como nosotros. Y a ser posible, aunque eso ya es mucho pedir, con criterio y sensibilidad, que es lo que deberían enseñar en las escuelas.